BARTOLOMÉ SÁNCHEZ ROLDÁN
Por su actualidad y con intención de aclarar algunos términos, quiero hablar hoy del “mandato imperativo”. Y para ello recuerdo el Art. 67.2. de nuestra Constitución de 1978. Dice así: “67,2. Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por el mandato imperativo”.
En el medievo la representación se hacía mediante un contrato conforme al Derecho privado, entre los mandantes, es decir los electores, y el mandatario, es decir, el elegido, de tal forma que el mandante daba las instrucciones para su representación. El elegido tenía que atenerse a aquellas instrucciones y carecía de iniciativa propia pero sí tenía responsabilidad ante el elector. Hoy, en teoría, no hay mandato imperativo, pero en la práctica el elegido está sujeto a su partido, de cuyos directivos depende y a los que normalmente deben su elección.
Dice Rubio Llorente. “…la tendencia actual de todos los reglamentos parlamentarios a subordinar la iniciativa del diputado individual a la del grupo en el que se integra y, sobre todo, la certidumbre de que fuera del partido no hay esperanzas de reelección, garantizan la lealtad de los diputados a sus jefes políticos. Y nada vale contra eso que la Constitución afirme el principio de que los diputados sólo deben obedecer a su conciencia…”
Hoy, sin el respaldo del partido, ni incluso las personalidades realmente relevantes tienen, salvo escasas excepciones, posibilidad de éxito. Eso traducido al castellano se llama partitocracia, y se traduce en que en el Parlamento la libertad de expresión ha sido sustituida por la disciplina de partido. Sin entrar en cuestiones morales ni políticas, ¿es lícito expulsar de un partido a aquél que en conciencia ha votado distinto a las directrices de sus jefes políticos? A quién se debe ¿a su partido o sus electores?
Recuerdan aquella famosa frase de Alfonso Guerra. “El que se mueva no sale en la foto”.