LUS FERNANDO LÓPEZ SILVA.
Si definimos la sociedad como el conjunto de las relaciones y acciones recíprocas que se dan en un grupo de individuos marcados por una cultura común, podemos observar como dentro de este marco social de interacciones mutuas existen desde antaño tendencias reivindicadoras de la libertad social que se resisten a claudicar frente a los factores deterministas de lo social. Es decir, la cultura en sí misma contiene tanto la tendencia liberadora como la tendencia determinista de la sociedad. Esta pugna, estas dos corrientes opuestas dentro de una cultura común son las que llevan siglos readaptando las sociedades a su devenir más presente. Por desgracia, la Historia nos revela que los hombres en muchas de sus etapas históricas han evolucionado marcados por multitud de determinismos desgarradores, ya sean económicos, políticos, religiosos o científicos… En nuestros tiempos modernos, y más exactamente tras el horror de la II Guerra Mundial, las sociedades empezaron a emanciparse del yugo de los determinismos del pasado; en estos más de 60 años de progresos en materia de libertades, derechos y bienestar humanos se ha conseguido un sinfín de mejoras que han provocado la construcción de sociedades cohesionadas en torno a un conjunto de reglas normativas llamadas Constituciones. Estas Constituciones vienen estableciendo las relaciones y formas de vida consensuadas de la ciudadanía de nuestra era global. Sin embargo, desde hace aproximadamente tres décadas se ha colado en nuestras vidas un fenómeno que reconduce inexorablemente nuestras formas de desarrollo económico y constitución social. Hablo, esto es, de cierto determinismo o reduccionismo económico-político, que ha transformado las relaciones de poder entre los ciudadanos y sus órganos de representación, por cuanto que los agentes políticos han desnaturalizado su función más noble de mediación y representación, basculando su labor legislativa y ejecutiva hacia la apertura de modelos de sociedad que favorecen la concentración económica y el poder político en minorías omnipotentes, en detrimento, claro está, de una población cada vez más desvalida y sin capacidad decisoria. La evolución de grandes entes económicos como son las empresas transnacionales, las gigantescas corporaciones bancarias y financieras, los grupos de inversión y en definitiva una economía excesivamente especulativa presa de una euforia por obtener beneficios, han acercado aun más a las sociedades a una situación de precariedad laboral, ambiental y moral, en la que el ciudadano es un mero peón en el tablero geoeconómico. La ola de recortes, ajustes y reformas operadas en las economías desde arriba, señalan el rumbo hacia el cual las comunidades han de dirigirse por imperativo de las tesis más ultras del capitalismo global y sus adláteres políticos. Los datos socio-económicos de la mayoría de las economías mundiales no son halagüeños: tejido industrial en recesión, deuda soberana al alza, desempleo masivo, corrupción institucionalizada, economía sumergida en auge, clase media en desintegración, generaciones de jóvenes talentos sin oportunidades, las desigualdades entre los más ricos y los más pobres se ensancha, el problema medioambiental, etcétera. Todos estos índices estadísticos constatan que el paradigma económico-político del que nos hemos dotado (¿o nos han impuesto?) determina en grado considerable el destinos de millones de seres humanos para bien o para mal, y aquí, que sea el estimado lector quien sustraiga las conclusiones a la luz de su experiencia y situación.
La realidad es que tras unas décadas de expansión y optimismo económico sin límites, la recesión arribó inesperadamente estrangulando gran parte del tejido productivo de los países, lo que generó graves consecuencias sociales que alimentaron paralelamente un revulsivo político contra las tesis desreguladoras del mercado financiero. Sin embargo, este sano revulsivo inicial de los líderes se diluyó reunión tras reunión sin apenas confrontar dialécticamente las viejas y las nuevas recetas que han de componer el porvenir. Por ello, hoy en día, cuando los grandes debates intelectuales casi han desaparecido y lo que se estila es el pensamiento débil, conviene recordar, que es precisamente ahora, cuando necesitamos cuestionar y debatir los paradigmas sobre los que hormigonamos nuestras sociedades. El fin es constituir vínculos cívico-morales que nos capaciten para hallar la clave de bóveda que apuntale la renovada estructura social, para así, ganar el mañana.