La pesada tristeza del 98 se vuelve a abatir como una nevada de copos venenosos y enervantes sobre las cargadas espaldas de nuestro cuerpo nacional. Si entonces la pérdida de nuestras últimas colonias ultramarinas desbarataba por completo las más recónditas entretelas del concepto de nuestro ser nacional como realidad incuestionable, teniéndose en cierto modo que reformular España o, por lo menos, analizar en un frenesí de autoespeleología su realidad milenaria (“¿Qué es España?”), ahora el hondo y, por lo que parece, prolongado desastre económico, el centrifuguismo de los nacionalismos periféricos, la corrupción patente del Régimen y su Administración, el ninguneo de España en la esfera internacional y las derrotas exteriores de nuestra querida bandera – que avergüenza de modo inexplicable a muchos de sus hijos -, han situado al país en la peor coyuntura histórica desde la malhadada y fratricida Guerra Civil.
Porque la tristeza del 98 se disolvió y consoló con las gigantescas conquistas espirituales de la Generación del 27, tanto en Literatura como en Bellas Artes, y con los grandes y colosales inventos y descubrimientos de nuestra Ciencia y nuestra Ingeniería, verdaderamente de vanguardia, en los primeros decenios del siglo XX. Pero la actual morfología cultural que hoy presenta España, apabullantemente desoladora, producto de un sistema educativo que ha perseguido de forma despiadada lo más excelente, no puede traernos ningún consuelo, sino más dolor, frustración e ínfima autoestima.
La ausencia de moralidad pública, la mediocridad sin límite de nuestros gobiernos, nuestra espantosa literatura – y eso que se esfuerza El Cultural por dorar la píldora -, nuestro nihilismo subvencionado en el territorio de las Bellas Artes, nuestra incapacidad investigadora y tecnológica y, finalmente, nuestros clamorosos ridículos internacionales no son hechos que puedan reforzar nuestro ya desesperanzado patriotismo. Y es que hay otros países en donde parece haber más razones para ser patriota, la verdad. Francia, por ejemplo, sintió una depresión moral colectiva muy similar durante la Independencia de Argelia, época en la que coindió también un desplome económico brutal que hacía imposible pagar hasta las nóminas de los funcionarios; pero Francia salió con el rigor moral que impuso a la Administración y a la sociedad Charles De Gaulle, al jerarquizar socialmente la contribución patriótica: los más ricos debían pagar un impuesto patriótico como forma de exigir que a la Nación que les había hecho ricos supieran responder con agradecimiento y amor efectivo. Con esta medida aumentó el amor a Francia de la mayor parte de los franceses, que contribuyeron incluso con aportaciones mayores de las que se eles exigía.
La psicología de Pierre Janet – opuesta a la de Freud – nos enseña, estudiando la personalidad humana y sus perturbaciones, hasta qué punto el estado de cenestesia, es decir, la conciencia de unidad, es precario en el hombre cuando el tono vital y la austoestima se debilitan, y cómo la disgregación mental aparece ante la increencia en uno mismo. Los estados patológicos de pérdida o desdoblamiento de la personalidad, de conciencia alternativa, etc., existen ya en germen cuando aquel estado superior que podríamos llamar de conciencia de uno mismo se encuentra deprimido, dejando entonces libre curso a una floración múltiple y viciosa del yo, sustitución degenerada del yo único. Pues lo que vale al corazón del hombre vale también al corazón del pueblo.
Es por ello que las mejores fuentes del patriotismo son un gobierno y una Administración eficaces, el trabajo duro y esforzado, el premio y el respeto cívico a la excelencia, la potenciación de la virtud, el paradigma de los hombres honrados como metas personales para todos nosotros, y, finalmente, el triunfo del bien y la moralidad. Decía Séneca que no se ama la patria de uno por ser grande, sino por ser la de uno. Y tenía razón. Siempre que no acabe dando asco por una total ausencia del bien y de una mínima moralidad que la haga, al menos, respirable.
Mas como apenas nos queda el fútbol, el balón mano, y algunas hazañas del atletismo patrio, para aliviarnos la herida nacional, nuestro espíritu clásico está dejando durante algún tiempo los himnos y embaterías, para componer pasajes pindáricos como el siguiente, en rudos hexámetros dactílicos:
Miel derramada en el sol del estadio glorioso y alegre.
Garza africana forjada en el viento de impulso oriental.
Vuelan talares de plumas de altiva oropéndola hispana.
Ella atraviesa distancias sin suelo pisar gravedad,
ella es pasión, voluntad, española gacela en su vuelo.
Negra mirada acompaña tus ojos de negro carbunclo.
Justo regalo de Alá tus caderas de cierva ondulosas
Abren senderos de aromas prohibidos tras meta triunfal.
Otra galopa con lagos helados que encierran sus ojos;
agua turquesa de fría ternura que va la segunda;
mágicas conchas, arcanos de luz en carrera excitante,
bálsamo claro que alejan mis penas con su distracción.
¿Vuestros oídos escuchan mi dáctilo negro y azul?