MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
La inspiración en el genio barroco, convertido ya en un clásico de la literatura española desde hace treinta años, de Francisco Nieva contradice de forma aparente la etimología del término, pues en él no se trata de atraer elementos del exterior a su interior, sino que busca la fuente de sus resortes creativos en sí mismo, en su universo infinito propio e irrepetible, algo que recordaría un poco a las mónadas de Leibniz, en donde cada uno de por sí constituye un universo de vocación infinita, perfectihabies de la Divinidad. Es seguro leyendo las páginas, que el gran escritor valdepeñero dedica a recordar su propia infancia, que si bien la niñez es de por sí una época mágica para todos los que han sido niños, por la propia metafísica singularísima que constituye la niñez, pues que la niñez no se debe observar como una mera fase en el camino hacia el hombre adulto, sino como una cara del ser con su metafísica propia y muy concreta, la magia que habitaba en el alma infantil de Francisco Nieva era enormemente mayor a la normal, dadas las sorprendentes circunstancias que la rodeaban, ya de por sí novelescas, a la vez que la sensibilidad y curiosidad intelectual que mostraba el pequeño Nieva ante el misterio y enigma de las cosas más cercanas. Como creador auténtico sólo tiene que ir sacando artículos y artículos de la tienda pletórica y bien provista de su exótica alma con su permanente estilo de cultura ( el barroco ) que vuela. El alma del dramaturgo se parecería a una de esas speluncas de la costa abiertas al océano, caverna polifémica, en donde además de ser hogar de cangrejos y moluscos de toda laya, se esconden tesoros enormes y muy extraños, inauditos y nunca vistos. El rigorismo moral de algunos de sus personajes más excesivos y desmesurados huelen a jansenismo, que es el universalismo ético implacable que más se ajusta a la mentalidad de un niño piadoso. Con este jansenismo Nieva a menudo humilla la razón, a la que le falta la defensa casuística del jesuitismo más español. En esto Nieva es un poco francés, a pesar de haber nacido en la muy heroica ciudad de Valdepeñas.
Yo creo, no obstante, como ya dijera Lovecraft, que muchos creadores son meros productos de la cultura, valores adquiridos de una civilización concreta, programaciones ambientales, y que sin una literatura exterior “aprendida”, serían incapaces de “crear” o escribir una historia en un libro, porque en el alma de estos previsibles creadores no anida ningún libro “propio”. En el fondo, el libro que habla de otros libros es el libro mayoritario, ese libro que cuando se lee ya nos suena, no perturba nuestro “orden” interno y nos parece tan domesticado. Umberto Eco podría ser ejemplo de esta eruditísima creación indigesta. Incluso algunos dramaturgos con gran prestigio confiesan que su gran fuente de inspiración se basa en la observación, y que de ese modo les salen perfectos camareros, generales, párrocos o putas. Dicen saber mirar a la gente y a las cosas que pasan por su vida, y así consiguen escribir sus dramas y comedias. Son aristotélicos en cuanto a los ojos aunque no saben cuáles son aquellas tres unidades. De tanto inspirar la calle de las grandes ciudades contaminadas sale uno de la representación con tos y los pulmones cargados. Si al menos hiciesen dramas pastoriles…
El caso que nos ocupa, en el caso de Nieva, los ojos miran los mundos que sus ojos de niño vieron, siendo él mismo la propia fuente. Del mismo modo que en su “Cabeza de Santa Catalina”, obra que toda ella podría ser un manifiesto del teatro nievano, una Castilla real y tridentina, reino del Espíritu Santo, emerge de un pueblo onírico nacido de tres hermanas irrealmente reales, pues que hay visiones que descubren más verdad que la propia realidad, las bodegas de la imaginación de Nieva nos saca grandes reservas vendimiados en su infancia alucinante de lector de Autos Sacramentales. La sensibilidad de la Contra-Reforma trae consigo una especie de creencia en la naturalidad de lo sobrenatural, en identificación entre la naturaleza y el espíritu. Espiritualidad franciscana, espiritualidad luterana y espiritualidad tridentina coinciden, nuevamente aquí en esta obra, expresándose mediante una morfología barroca.
Ahora bien, inspirarse en sí mismo, en los propios soles y noches de uno, exige un enorme valor, pues se deben dejar en libertad, dejar vagar libremente, todos los príncipes y princesas que lleva uno, pero también todos los monstruos. Es así que la inspiración del genio puro será siempre un acto valeroso de libertad, una afirmación de libertad.
Me inclino a pensar leyendo a Francisco Nieva que en los grandes y más auténticos creadores, sensu stricto, es en su infancia en donde se siembran de forma mágica y milagrosa las grandes obras, las obras maestras que terminarán de mayores. El genio sólo tiene que desvelar, acrisolado y alambicado, con valor y técnica teatral, lo latente o escondido por siempre en su interior. Tal es el caso de Nieva, parte ya imperecedera de la Alta Cultura española.
El propio artista nos hace participar del modus operandi de su inspiración fecunda en una preciosísima carta que me envía:
“…deseo confiarte qué es, para mí, la inspiración.
-Ganas de escribir, unas ganas tremendas de salir de mí, de sorprenderme a mí mismo con ese “otro yo”, oculto y rezagado en algún entresijo de mi cerebro, dominado por el cálculo racionalista. Un yo más cerca de su herencia genética, un yo más niño mitificante, visionario y asustadizo. Abro las puertas de par en par a la irracionalidad instintiva y poética. Y, cuando lo encuentro, todo puede marchar sobre ruedas, me dejo llevar por él y va apareciendo esa “otra cosa nueva” que puede sorprenderme a mí mismo. Ese otro yo, lejano y rezagado, salvaje y furtivo, es “el original”, el auténtico, el sorprendente y el imprevisto. Yo le abro las puertas de la imaginación y él decide y parece que todo me lo dicta. En algunas piezas está más presente que en otras y es más brillante y más sorprendente.
En el fondo, todo se reduce a esa búsqueda de la identidad secreta y furtiva, cuya herencia genética es más evidente y más en carne viva. Herencia sensorial y sentimental, que viene a ser el núcleo de la personalidad, la raíz vital de un imaginario específico. Esto es, para mí, la inspiración, ese descubrimiento del yo más original, más escapadizo y escondido, inserto y latente en mi ADN personal. A él me encomiendo, siempre que escribo. “Ese otro”, que también soy yo, es quien se expresa y escribe cuanto se le antoja, es él quién decide de mi temática y mi estilo.
Es posible que otros escritores o artistas busquen lo mismo a su modo. Pienso en mucha literatura moderna, en Joyce, en Italo Calvino, en García Márquez, en algo parecido…”.
Muchas gracias, nuestro muy querido don Francisco.