PEDRO M. GONZÁLEZ
Corría el año dos mil once cuando nuestro Tribunal Constitucional daba la razón a Parménides frente a Heráclito. Todo permanece, nada cambia ni fluye en el río de la inseparación de poderes. Hasta la ordenación jurídica de la naturaleza puede convertirse en esperpento cuando el sinsentido de la deconstrucción territorial de las Comunidades Autónomas diseñado en la constitución del 1.978 promueve la judicialización de los privilegios. El pleno del Tribunal Constitucional (TC) decidía entonces por unanimidad declarar la inconstitucionalidad y anular el artículo 51 del Estatuto de Autonomía de Andalucía que otorgaba a la región la competencia exclusiva sobre el río Guadalquivir.
El TC estimó así parcialmente el recurso interpuesto por la vecina comunidad extremeña, que postulaba como la norma conculcaba la propia distribución natural del cauce hídrico que es compartido por otras comunidades como Murcia, Castilla-La Mancha y la propia Extremadura. Sin embargo no corrió la misma suerte estimatoria la impugnación del hoy vigente artículo 50.2 que dispone la competencia ejecutiva exclusiva de Andalucía en las facultades de policía sobre el dominio público navegable establecidas en desarrollo de la legislación básica estatal. Para ello el TC fundamentó la constitucionalidad de este último precepto en que el tramo navegable del río sí se encuentra exclusivamente en la comunidad andaluza.
Todo puede cambiar, pero la ilógica jurídica de la construcción institucional del estado autonómico y de sus poderes inseparados siguen marcando el ritmo de la Justicia estrafalaria. Aunque las aguas sigan corriendo. Un tribunal político, elegido por políticos para la solución de conflictos políticos, arbitrando entre los gestores del parlamentarismo paleto de segundo grado para el reparto de los recursos de un hecho dado y tan objetivo como la propia geografía. Lo siguiente será que voten los peces para decidir su derecho a ser murcianos, castellanos, andaluces o extremeños.
A lo mejor es esa visión de nuestro presocrático TC la que le impide conocer el más avanzado tratamiento del romano Ulpiano y sus Disputationes donde se garantizaba mediante el ejercicio de la acción por injurias (actio iniurarum) el uso de las aguas públicas y no por el interdicto posesorio (uti possidetis), regulando por excepción prohibitiva y no facultativa los usos de los ríos. Para ello el latino partía de que lo no prohibido estaba permitido garantizando al común, independientemente de su origen y residencia, el disfrute y uso fluvial mediante los interdicta de fluminibis et ribis que garantizaban la homogénea regulación del cauce desde su nacimiento a la desembocadura. ¿Comprendería el pobre Ulpiano al TC y el Estado de las Autonomías, o diría aquello de “estos hispanos están locos”?