Gabriel Albiac

GABRIEL ALBIAC.

Una Constitución no puede tolerar discriminaciones. De ningún tipo. Porque las discriminaciones no son ni positivas ni negativas. Son discriminaciones. Anticonstitucionales. Tal como las reivindica Rubalcaba.

Tesis en tres movimientos, anteayer, del secretario del PSOE:

1) «La desigualdad entre hombres y mujeres es profundamente tóxica».

2) «Hay que erradicarla con una lucha permanente para no retroceder».

3) Es necesario reformar la Constitución para «consagrar» esa igualdad y «evitar que se produzcan retrocesos».

La lógica de esa admonición se da como obvia. Y el cliché de la «toxicidad» hace fluir su retórica. «Desigual», igual a «tóxico», ¡puagh, qué asco! Contra ello, lo «sagrado»: «la Constitución consagra la igualdad». Una Constitución no «consagra». Nada. De hacer tal cosa dejaría de serlo. Una Constitución constituye el estado histórico de la nación. Consagra el oficiante, que trueca pan y vino en cuerpo y sangre de Cristo. Consagra la liturgia, que hace de una arquitectura templo. O que muta a un hombre en «consagrado» sacerdote. Y, a través de esas investiduras, consagra el Dios de cuya eternidad participan. Una Constitución es exactamente lo contrario a un «acto sagrado», a una «consagración». Es la constancia efímera de la textura que ha revestido el sujeto constituyente. Ahora. Eso la hace modificable: o sea, Constitución. Sobre una «consagración» sólo se funda teocracia. Trascendencia y Constitución se excluyen.

Lo de «tóxico», aplicado a la desigualdad, suena solemne. Es bobo. Fuera de la matemática, lo igual no es nada. O, si se prefiere la bella fórmula platónica, lo igual se dice de lo distinto. La ficción de igualdad es una convención de la lengua. La cual agrupa objetos diferentes bajo un arquetipo convenido. ¿Son dos libros iguales? ¿Lo son dos vasos, o dos guijarros, o dos especímenes de animales, humanos u otros…? Claro que no. Los agrupamos bajo etiquetas funcionales. Sin las cuales, hablar sería imposible. Y claro que los padres del constitucionalismo sabían eso. Sieyès el primero, cuando fija cómo «existen grandes desigualdades de medios entre los hombres… mas no puede haber desigualdad de derechos». La ficción jurídica llamada ley, evita que unos aniquilen a otros. La igualdad constitucional no es la de los individuos, sino la de su relación con la ley única. Y esto es lo que la Constitución instaura: una sola ley para todos. Ya sean necios o sabios, mujeres o varones, jóvenes o jubilados, enfermos o sanos, santos o perversos, amables o antipáticos, enclenques o boxeadores… ¿Son ellos iguales? No, por supuesto. Debe la ley, a la cual se acogen, ser la misma? Sí, sin excepciones.

Una Constitución garantiza eso. Y no tolera discriminaciones. De ningún tipo. Las discriminaciones no son positivas ni negativas. Son discriminaciones. Anticonstitucionales. Tal como las reivindica Rubalcaba.

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