Rafael Martin Rivera

RAFAEL MARTÍN RIVERA.

«Es el tema, adornadlo», suplicaba Roxane, entre desconsolada y desesperada, a un Christian que, en expuesta actitud de dislocación verbal, apenas sabía proferir, y con dificultad, dos palabras: «Os amo».

«¿Qué finalidad puede tener adornar el discurso?», se preguntarán aquéllos para quienes lo importante no es la forma, ni siquiera el fondo, sino el harapiento o desnudo mensaje; directo, frugal, inmediato. Es una época esta que no gusta de formas ni palabras, ni giros ni figuras, ni tiempos ni conjugaciones. Bastará un gruñido para interpelar al contrario; un tímido ademán, a modo de saludo; una risotada, en demostración de agrado; una abreviatura –a ser posible en inglés– con la que haya de decirse y entenderse casi todo. ¿Qué no diría un Christian de hoy? Un «os amo» ya sería mucho aventurar, sin duda. Y si tal se hace con el discurso, ¿qué no habremos de esperar de la prosa?

Expresar lo mismo, pero con pocas letras –o aún, con menos caracteres, según dicen los nuevos «poetas»–, ya no palabras: he aquí la nueva función del lenguaje. Acaso haya de terminar el ser humano con un electrodo introducido en el cráneo, que le facilite transmitir breves ideas mediante cualesquiera archiperres electrónicos, evitándole la pesada carga de hablar y escribir. Quizás también entonces seamos capaces de expresarnos mejor aumentando el vocabulario y aún los tiempos, las figuras y las formas, gracias a unas bases de datos estupendas conectadas directamente con la RAE. Mas quién sabe qué será de la RAE en tal ocasión… Cuando esos tiempos lleguen, seguramente, la Ilustre habrá aceptado ya la letra «k» –limpia, seca, desnuda– como palabra y sinónimo del pronombre, adverbio y conjunción «que», y, en estas, se habrá preguntado por qué no suprimir también la inútil letra «c» como «fonema consonántico fricativo, interdental, sordo, identificado con el alveolar o dental en zonas de seseo», para dejarnos, a secas, la letra «z», de mayor proyección internacional. Las letras «q», «h» y «v»…, mejor ni pensar qué será de ellas; ¡desventuradas ninfas!, son ya casi difuntas, siendo de temer que se hallarán pronto en el Paraíso –o en los infiernos– con la desterrada letra «ch»; la «práctica» del lenguaje y la «interculturalidad» tecnológica nos desproveen hoy ya de toda su elegante presencia. Elegantes, sí, y hermosas; pues, si se me permite el atrevimiento de usar aquí una prosopopeya, ¿no es más bella la letra «v» que la letra «b»?; ¿y aún no lo es más la letra «q» que la letra «k»?; ¿acaso la escurridiza «h» no guarda un cierto halo de misterio con su presencia insonora?; ¿qué decir de la casquivana «c», cuando guarda tantos fonemas en su interior como flores haya de haber en el campo?

Y si así ha de pasar con las letras, ¿qué futuro no más obscuro les aguarda a las palabras, a las figuras, a los verbos y sus conjugaciones, a la sonoridad de una frase o al capricho de un arcaísmo?

Releyendo, recientemente, La sombra del ciprés es alargada, del gran maestro, y tristemente olvidado, Delibes –puesto mi ánimo en el inicio de una necesaria desintoxicación frente a la reinante agrafía en prensa, literatura y otros «panfletos sociales» de aún menor gravedad–, resulta un verdadero deleite comprobar la casi preterida pervivencia, en nuestra lengua, del guión largo (raya) y corto –uniendo y separando reflexiones y diálogos, el primero; sílabas, el segundo–, del punto, de la coma, de los dos puntos, del punto y coma, y de los puntos suspensivos; pero colocados no precisamente al albur (a modo de gracia), sino con el criterio riguroso de labor titánica. Así, también: paréntesis, en perfecta sintonía con signos de interrogación y de exclamación…, ¡y hasta comillas! (españolas, francesas o latinas, ciertamente; no las subordinadas y suspendidas «“”» de más allá del Canal); en una verdadera orgía de signos ortográficos que se alternan perfectamente unos con otros, como los versos largos y cortos de Blas de Otero.

Perdidos en lo inmediato –a la velocidad de propagación de la luz en la fibra óptica–, nos dejamos embarcar por la simplicidad en el uso del punto y aparte, del subrayado, de la cursiva y de la negrita; no sin dejar caer, de paso, una imagen colorida o un gráfico vistoso que, entre listados numerados interminables, hayan de encontrar la concreción divulgadora mayúscula. Nada de original hay en ello, pues –mal que nos pese–, habremos de hallar nuestros deslucidos y ridículos panfletos algo más cercanos de una cartilla de enseñanza primaria que de la brillante greguería de Don Ramón (Gómez de la Serna) o de la agudeza visual de Don Enrique (Jardiel Poncela). Desde luego, no era el ánimo divulgador el que guiaba los pasos de tan grandes maestros.

Mas resulta sobremanera embarazoso buscar justificación alguna para tanto desmán; siquiera sea en la presunta atenuante del ánimo divulgador. Tampoco es legítimo hallar posible disculpa en la especialidad o tecnicidad de una disciplina científica como instrumento para asesinar la belleza del lenguaje o la riqueza de la expresión.

El desprestigio y desuso de la palabra, escrita y hablada, nos mantiene alejados de los altos vuelos de otrora; ya ni rasantes; pues no hay tales. Arrastramos nuestra lengua y nuestra pluma por el fango de lo mezquino, de lo rayano, de lo fruslero… Empobrecemos el discurso y la prosa hasta que, abandonados definitivamente a la pereza y a la dejadez, no habrá ya nada que decir ni que escribir.

 

twitter @RMartinRivera

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