RAFAEL MARTÍN RIVERA.
Si algo identifica al hombre de hoy –en sentido puramente antropológico, y pese al día internacional de la mujer– es el culto al «poderoso caballero don dinero», que de «caballero» ha pasado a elevarse a las alturas de la mística y de la ascética para devenir deidad de la humanidad entera. Lo espiritual y lo virtuoso –no digamos ya lo profesional o científico– es hoy puramente material, y ha de expresarse en moneda corriente o en divisa, hasta el punto que habrá de resultar sospechoso aquel que piense o actúe guiado por mera inquietud intelectual o de otro tipo sin recibir retribución alguna por ello. En ese devenir pagano e idólatra de adoración primitiva al becerro de oro –búsqueda de la riqueza– nos hemos convertido al más beneficioso culto del oro del becerro –búsqueda del enriquecimiento– que dijera ya hace años algún poeta maldito y que no es menester ya citar aquí.
Es lo que se ha venido a llamar «capitalismo». Nueva religión que no distingue entre progresistas o conservadores, pobres o ricos, empresarios u obreros, profesionales o políticos, funcionarios o artistas, fundaciones o sociedades, y que a todos abraza por igual en la persecución de un enriquecimiento material inagotable, para cuyo fin todo medio es válido, incluso el pillaje o el engaño.
Mas curiosamente son aquellos falsos profetas y fariseos «anticapitalistas» del socialismo solidario, más entregados al culto de lo material que nadie, quienes han adjudicado a la economía de libre mercado el fomento de dicho culto, y tras pasarla oportunamente por el filtro de la terminología marxista la han rebautizado de «economía capitalista». No es menos cierto, que hoy la economía de libre mercado no existe como tal –ni la de mercado a secas–, y que, contaminados todos por el espectro «neomarxista», hasta el «liberal» haya de autocalificarse de «capitalista», sin detenerse realmente en el alcance del término, acatando, sin más discusión, la equivalencia de ambos conceptos. Sin embargo, es difícil entrever en el término capitalismo nada que tenga que ver con la libertad ni con el mercado, pues aquél es sinónimo de planificación, acumulación y control de bienes de producción y recursos, y ordenación de éstos hacia un fin determinado; nada espontáneo ni libre hay en él. Bien al contrario, el capitalismo tiene tendencias monopolísticas, oligopolísticas, de control del mercado, de la oferta y de la demanda. Así las cosas, dando un giro inesperado ¿no sería el «socialista», cualquiera que fuera su origen filosófico o intelectual –si lo hubiere–, quien con más razón habría de autoproclamarse «capitalista»? No se pretende con esto, un burdo juego de palabras o una distorsión conceptual demagógica y torticera, sino bona fides intentar desvelar la esencia del tan ambiguo concepto que nos ocupa y que con tanta profusión se emplea.
El capitalismo, por mucho que nos pueda despistar el nominalismo, el materialismo histórico y el origen historicista del término, realmente no distingue tampoco si el capital ha de estar en manos privadas, públicas o colectivas. El Estado social –transformado en Estado de bienestar– es buena prueba de ello. Nuestro sistema económico «estatal» es claramente capitalista y la propiedad privada queda legalmente supeditada –secuestrada– a los fines públicos y/o colectivos, bajo esa terrible expresión del «interés general» que todo aglutina para destruir la libertad. Así el Estado acapara y/o permite a otros acaparar para sí cualesquiera recursos, con el «alibi» del interés general o la utilidad pública, cuya ilusión oportunamente alimenta bajo la exacción de impuestos y una falsa distribución de las rentas. «No son muchas las cosas buenas que vemos ejecutadas por aquellos que presumen de servir sólo el interés publico», según la famosa máxima de Smith.
El capitalismo en esencia es antiliberal, en política y en economía, y no entiende de democracia ni de derechos ni libertades. Aborrece de la política pura. El espíritu y la ética le molestan, y gusta sólo de lo material, propugnando como únicas virtudes la envidia, la codicia y la avaricia. No es puro azar así que, en su idolatría, haya anidado con facilidad tanto en regímenes socializantes, ya fueran totalitarios y personalistas, de signo fascista, nacionalsocialista o comunista, como en regímenes parlamentarios formalmente democráticos.
El viejo y olvidado Estado liberal nada tenía que ver con el capitalismo, aunque las doctrinas marxistas así lo hayan querido hacer ver, y hoy se dé por cierto hasta por los autocalificados de liberales; no pudo sobrevivir intacto a «El Diluvio» de 1848, y los despojos de sus ideales y valores fueron poco a poco devorados en la persecución social del oro del becerro.