JESÚS CACHO.
Cuenta Isabel Burdiel en su monumental Isabel II, una biografía (Ed. Taurus), que la noche del 22 de febrero de 1863 Leopoldo O’Donnell fue despedido de los salones regios por su Graciosa Majestad, la reina Isabel II, “como un lacayo que cumple mal”, después de que el militar le presentara la dimisión -la segunda, y aún habría una tercera- de su cargo como Presidente del Consejo de Ministros. La decepción del hombre que había logrado “salvar la monarquía de sí misma” durante cinco largos años fue tanto más profunda cuanto que siempre creyó contar con el cariño y gratitud de la reina castiza, sentimientos que, en palabras de Antonio Rubio, secretario que fue durante años de la Regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, “no anidaban mucho tiempo en el corazón de Isabel II, pues la gratitud es una virtud vulgar que no obliga a los Reyes, en quienes la ingratitud misma puede ser deber y virtud cuando lo exige la razón de las razones que es la Razón de Estado”.
Ha sido una constante en nuestra Historia: el empeño del pueblo español por salvar a la Monarquía -y más concretamente a los Borbones- de sus propios errores en infinidad de lances. Desafiando tan larga tradición, Juan Carlos de Borbón lo tenía todo para haber dejado su sello indeleble en los libros de Historia, esa Historia que tantas tropelías registra de sus antecesores en el trono. La capacidad del entonces Príncipe para, en 1975, traicionar el legado de Franco y propiciar la llegada de la democracia fue el gran aval, el salvoconducto que animó al pueblo llano a echarse a la calle y llenar las aceras cada vez que el matrimonio por él formado con Sofía de Grecia recorría ciudades y pueblos de España. Todo lo tenía, y todo, o casi, lo ha echado por la borda. Los secretos, de alcoba y de dinero, durante décadas reservados al conocimiento de unos pocos, son ahora lugar común de charla en mercados y tabernas, tras un año 2012 que ha resultado apocalíptico para el prestigio y, lo que es peor, el futuro de la institución. Una intensa campaña de imagen, que el viernes conoció uno de sus momentos cumbres, trata ahora de recuperar el tiempo perdido. Demasiado poco, demasiado tarde.
Lo acontecido desde que estallara el escándalo de corrupción de Iñaki Urdangarin, que ha afectado de lleno a la propia hija del Rey, Cristina, y por extensión a toda la Familia Real, es de sobra conocido y está descrito con audacia y libertad en Internet. Nada se ha dicho, en cambio, de la responsabilidad contraída por los distintos gobiernos a la hora de hacer dejación de sus responsabilidades en la vigilancia de determinados comportamientos nada ejemplares del Monarca en estas décadas. Tanto Felipe González como Aznar –por no hablar del patético Zapatero- miraron hacia otro lado, consintieron, mientras el Rey iba y venía, hacía y deshacía, a su antojo dentro y fuera de España. En El Negocio de la Libertad se relata la anécdota de un González que, ofuscado después de que el Monarca le hiciera esperar en la antecámara más tiempo del usual, se atrevió a meterle el dedo en el ojo al intendente, Manuel Prado y Colón de Carvajal, el hombre de los dineros reales durante muchos años, interpelando a Sabino Fernández Campos de esta guisa: “Y dile a Manolo Prado que se conforme con el 3%, porque eso de cobrar el 20% es una barbaridad…”.
En ese libre albedrío ha jugado un papel capital durante la Transición el silencio cómplice de los medios de comunicación en lo que atañe a las conductas del Rey, de acuerdo con un pacto no escrito según el cual el Monarca es intocable y debe ser protegido de cualquier crítica por leve que sea, manifestación que evidencia los débiles cimientos de una democracia obligada a consentir con los comportamientos impropios del jefe del Estado. La urna de cristal que durante décadas protegió a nuestra Monarquía de la más leve crítica se rompió en pedazos a lo largo y ancho del recién terminado 2012, annus ciertamente horribilis en el que España, sumida en una aguda crisis económica, a punto estuvo varias veces de irse por el desagüe de los países intervenidos a la manera de Grecia y Portugal, aunque el inicio de las desgracias regias cabría ser fechado con propiedad en noviembre de 2011, con el estallido del “caso Palma Arena” y el conexo escándalo del Instituto Nóos de Urdangarin.
La “luxación de Corona” de Botswana
Con todo, la fecha que marca un antes y un después en los anales del juancarlismo se alcanzó el 14 de abril –precisamente- del pasado año, cuando fue necesario organizar a uña de caballo un operativo para trasladar al Rey malherido a una clínica de Madrid desde un resort en Botswana, donde se hallaba cazando elefantes. El escándalo se hizo carne y habitó entre nosotros al conocerse que Juan Carlos estaba acompañado por Corinna zu Sayn-Wittgenstein, una supuesta princesa con la que mantiene una relación sentimental desde hace años y, al parecer, con quien comparte también alguna cuenta corriente. Se rompía así el velo que durante décadas cubrió el estilo de vida el Monarca, pasto a partir de entonces de las chanzas del pueblo llano. También aquí, de nuevo, la responsabilidad de quienes, en la presidencia del Gobierno y en el entorno de los servants de Zarzuela, no supieron poner coto al desastre, especialmente evidente tras la salida por la puerta de atrás de Fernández Campos. Años antes, José Joaquín Puig de la Bellacasa había pagado cara la osadía de atreverse a llamar la atención al “jefe”. Como secretario general de la Casa, con todas las papeletas para suceder a Sabino, Puig de la Bellacasa duró en el cargo lo que tarda en persignarse un cura loco. En realidad un verano en Mallorca, tiempo en el que tuvo agallas para puntualizar que había cosas que un Rey de nuestro tiempo no podía hacer, como escapar por una ventana de Marivent en plena noche. Se lo cargó la entonces “íntima” del Monarca, la palmesana Marta Gayá. Fulminado.
La “luxación de Corona” sufrida en Botswana dio lugar a una pública petición de perdón (“Lo siento, me he equivocado, no volverá a ocurrir”), iniciativa sin precedentes que, al tiempo que humanizó su figura, contribuyó a rebajar drásticamente su auctoritas, la cualidad moral sobre la que se edifica ese prestigio que el imaginario popular cree implícito en la jefatura del Estado. Pero, como las desgracias nunca vienen solas, el Monarca se embarcó tras las vacaciones de verano en una campaña para, con el respaldo del gran empresariado, vender en el exterior la marca España y, de paso, la suya propia, tan necesitada de un alicatado hasta el techo. De modo que en septiembre no se le ocurrió cosa mejor que encerrarse una mañana con la redacción del New York Times (NYT). Aquello resultó una encerrona que obligó al Monarca a batirse en retirada ante las agresivas preguntas de los periodistas sobre sus dineros y sus relaciones con Corinna. La respuesta del NYT apareció en la edición del 28 de septiembre: “Al revés que otros Monarcas europeos, Juan Carlos llegó al trono tras la muerte del dictador Franco con lo puesto, y ha trabajado duro para generar su propia fortuna al margen de la asignación anual que le otorgan los PGE. (…) El Rey es valorado en los círculos empresariales como una especie de deal maker o embajador económico de España, pero la forma en que ha amasado su gran patrimonio personal sigue siendo un misterio. La fortuna de la familia real española se estima en más de 2.300 millones de dólares…”.
Aunque los lectores de El Negocio de la Libertad saben, en parte, desde el año 1998 cómo se amasó esa fortuna, por primera vez un medio de referencia le ponía cifras concretas, hasta el momento no desmentidas. Para rematar la faena, el diario de la progresía neoyorquina publicaba días después un atroz reportaje sobre nuestro país (“La austeridad y el hambre en España”) donde, entre otras perlas, aparecía gente removiendo contenedores de basura en busca de comida. La imagen de España a tomar viento. Como si, en súbita conjura, los hados hubieran decidido vengarse al fin de quien, frustrando tantas expectativas, consagró su vida en el altar del hedonismo a la búsqueda del placer y la acumulación de dinero, todo parece haberle salido mal al Monarca en los últimos 18 meses, empezando por el grave deterioro de su salud, traducido en una movilidad anormalmente restringida para su edad, y terminando por un problema político de primera magnitud como es el intento secesionista de los nacionalismos del País Vasco y, sobre todo, de Cataluña.
¿La Historia se repite? De Felipe V a Juan Carlos I
La política del avestruz y paños calientes seguida al respecto durante años por la Casa Real y los grupos de poder que sostienen al régimen ha derivado en el callejón sin salida al que hoy se enfrenta España, Cataluña incluida, por culpa del aventurerismo de Artur Mas. La desazón que ahora embarga a las elites españolas ante lo que está ocurriendo está más que justificada, en tanto en cuanto viene a certificar el fracaso de la Transición en su intento de hacer realidad esa “tercera España” de concordia acorde con el famoso “espíritu”, mediante el establecimiento de una democracia digna de tal nombre, no carcomida por las termitas de una corrupción galopante como la actual. La decisión de CiU de caminar hacia el Estado propio marca el fin de una época y el inicio de una nueva era cargada de incertidumbres. Si con los Decretos de Nueva Planta, Felipe V, primer rey de la Casa Borbón, puso en marcha el intento de centralización del Estado español, muy bien pudiera ser ahora que a su descendiente, Juan Carlos I, le tocara presidir la disgregación del mismo.
Pretender, ante la arboladura de los problemas aquí apuntados, aventar la tormenta que se avecina con una campaña de imagen pactada con los grandes grupos de comunicación se antoja un intento tan fatuo como infantil. De nuevo los españoles intentando salvar a la Monarquía de sí misma. La entrevista del viernes conducida por Jesús Hermida resultó un fiel retrato de ese final de época. Tanto su formato como, sobre todo, su contenido, certifican el estado de opinión de las encuestas sociológicas, con la imagen de un Rey prematuramente avejentado y al frente de un régimen agotado que ha perdido del todo el apoyo de las jóvenes generaciones. La encuesta publicada por El Mundo el pasado jueves así parece certificarlo: la Monarquía solo contaría ya con el respaldo del 54% de los ciudadanos. La imagen más deteriorada es la del Rey, solo valorado positivamente por el 50,1% (62,3% en el caso del Príncipe). Los españoles, en cambio, están divididos en cuanto a una posible abdicación: el 45% es partidario, mientras el 40% la rechaza.
Un estado de opinión, en suma, que parece querer dar la razón a quienes, casi desde las catacumbas, vienen reclamando como imprescindible la apertura de un nuevo proceso constituyente capaz de redefinir el futuro de España. Como ya se dijo en estas páginas meses atrás, la realidad parece empeñada en demostrarnos que la Monarquía juancarlista ya no es la solución de nada, sino una parte importante de los problemas de España. Cualquier persona inteligente podría deducir de lo dicho que las elites políticas y financieras patrias solo aguardan un cambio de tendencia económica para proceder a colocar en el trono al Príncipe Felipe, una persona preparada que no parece estar contaminada por los vicios y escándalos del padre. No lo harán, sin embargo, por miedo a poner en riesgo el edificio institucional que, con el Rey cual guinda del pastel, tan pingües beneficios les ha dado (alguien hablaba ayer mismo, tras lo de Rodrigo Rato en Telefónica, de “bunkerización de la corrupción al máximo nivel”). Ese será el último y definitivo error de quienes más obligados están a afrontar con racionalidad y sentido democrático el porvenir constitucional del país. Son los mismos que siguen empeñados en la utilización del Monarca como intermediario en toda clase de negocios internacionales. Con esta clase dirigente, parece evidente que el futuro de España es una incógnita.