Foto Fernando Gomez para Diario RC

FERNANDO GÓMEZ.

El continente de la cultura se vacía de su contenido trascendente, cuando deviene concepto institucional. El Estado levanta muros de apoyo a la cultura para coartarla. Muros construidos para impedir mirar y escuchar que lo compuesto está impuesto por una impostura asumida y consensuada, para domesticar en el consumo cultural a individuos inseguros y dependientes que han delegado hasta la propia capacidad de emocionarse. La trivialización es la estrategia del mercado espectacular para uniformar en la mediocridad todos los ámbitos de la cultura. La banalización anula los valores estéticos tradicionales, convirtiéndolos en valor de evasión o entretenimiento, valores que acomodan toda acción a las expectativas de transacción económica o interés político. Escala de valores dictada y gestionada con un determinado código desvirtuador, que acepta y rechaza productos culturales en razón del potencial de audiencia adocenada. La calidad es reducida a la cantidad, cuentan más los autores conocidos que el desconocido sentido de sus obras. Sin necesidad de formación, la demagógica promoción y subvención de la cultura de masas ha generalizado la frivolidad y el despilfarro en templos enmarcados por la aquiescencia y la indiferencia. En este panorama todo transmuta: lo verdadero por lo falso,  la autenticidad por la apariencia, lo profundo por lo superficial, lo complejo por lo fácil, lo legítimo por lo adulterado.

La cultura es un fundamento que permite entender los cambios. La palabra está ligada a un fundamento, a un criterio que nos permite distinguir en una memoria que opera desde las huellas sedimentadas de la cultura. El derrumbe del fundamento borra la unidad del horizonte y se convierte en un abismo de retóricas vacías, donde las palabras quedan dispersas, subordinadas a la omnipresencia de la imagen y de la música. La dispersión de nosotros mismos que esto conlleva esconde la necesidad de construir identidad. La identidad no puede ser ilusoria, es histórica, se transforma y evoluciona. La falta de alternativas impone escenarios únicos, éstos requieren de la confusión y de la fragmentación para maniobrar. Un escenario sin palabra es un espacio vacío, silencioso y oscuro, donde habitan fantasmas. Sin embargo, hay otros escenarios para orientarse; la orientación pesa, no se ve ni se toca, gravita por el territorio que pisamos y se establece en escenarios políticos, económicos o sociales, determinando autores, textos y actores. Nuestro pánico escénico añora una cómoda butaca, haciéndonos creer que somos meros espectadores de lo que sucede. Esperando que algo suceda, pretendemos ser sin estar.

Frente al abandono de la palabra hay que tomarla y darla. Si dar es un don, donemos la palabra. Es necesario dar escenario a la palabra que reúne lo disperso. Hay palabras silenciadas esperando ser escuchadas. Tenemos que ser capaces de volver a representarlas, desarrollando la potencia de actuar, trabajando para sentirnos actores de nuestra propia historia, siendo autores de lo que nos ocurre, tomando conciencia de la realidad. Hay dos pasiones básicas: la alegría y la tristeza, la una aumenta la potencia de actuar mientras que la otra la disminuye. Asumir responsabilidad es la capacidad de resistir dando respuestas inteligentes y alegres.

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