PATRICIA SVERLO.
Pero volvamos a los primeros años de la Transición. En agosto de 1976, el primer Gobierno de Adolfo Suárez y el rey se sentó a discutir qué podía hacerse con el problema vasco. Tenían sobre la mesa una carta-informe que les había enviado el presidente de la Diputación de Vizcaya, Augusto Unceta, en la que les proponía una serie de “medidas de gracia” para tranquilizar los ánimos. En concreto, Unceta pensaba que era necesario devolver a Vizcaya y Guipúzcoa los conciertos económicos que habían sido derogados por Franco, en un decreto ley de julio de 1937 que castigaba la actitud de las dos provincias por no haberse sumado al Movimiento Nacional. La devolución no era una cuestión de justicia, sino de habilidad política. Había otra propuesta, curiosamente de la Dirección General de la Guardia Civil, que tenía la misma intencionalidad, puesto que se sugería no solamente restablecer los conciertos sino también legalizar la ikurriña. El plan era que el rey fuera personalmente a Gernika a llevar la buena nueva y, particularmente, estaba dispuesto a hacerlo.
Pero a Suárez el plan no le pareció bien, porque creía que aquello era “defender a los capitalistas vascos que no querían pagar impuestos“. Para que no se calentaran más de lo que debido, en otoño ETA presentó la alternativa KAS en una rueda de prensa. “Pocas o ninguna son las reivindicaciones de libertades que pueden obtenerse por la negociación burocrática cono los gobiernos reformistas de la Monarquía juancarlista“, decía el manifiesto. “KAS declara que la obtención de las aspiraciones democráticas y nacionales aquí expuestas no pueden realizarse más que por un proceso de lucha popular que debilite y rompa cualquier fórmula que signifique la continuidad del fascismo y del poder oligarca“. El Gobierno de Suárez había perdido la iniciativa. Lo que pensaban que podían resolver con una bandera y unas concesiones fiscales se había complicado enormemente porque, aparte de las reivindicaciones nacionalistas (el derecho de autodeterminación, el establecimiento inmediato a título provisional de un Régimen autónomo para Euskadi Sur, el bilingüismo, etc.), también exigían “las medidas económicas que llevan a la nacionalización de los sectores de base de la economía, con la socialización del suelo y de la industria“. Y, naturalmente, libertades democráticas, la disolución de todos los cuerpos represivos y la amnistía. El nacionalismo de izquierdas vasco se había convertido en una contundente oposición al Régimen juancarlista, con la cual ya no sería posible intentar hacer pactos de medias tintas. Todavía en enero de 1977, a causa de los disturbios causados por la muerte de una joven de 15 años en una manifestación pro-amnistía en Sestao, Suárez le dijo a su vicepresidente Alfonso Osorio: “O tomamos pronto algunas medidas de gracia para distraer la situación en el Norte o el País Vasco se belfastiza [de Belfast]“. Estaba a punto de empezar una política, fracasada desde su inicio, de concesiones autonómicas que se materializarían en la Constitución de 1979, y que sólo sirvieron para enganchar en el sistema al nacionalismo de derechas (del PNV, Convergencia y Unión y otros similares), lo que a la larga se ha demostrado ineficaz para sus propósitos.