UItratumba

La situación en Cataluña es tan insólita, tan al margen del resto de países del mundo, que bien puede calificarse de paranormal.

La causa de este fenómeno paranormal viene del reino de los muertos. Emana de un pasado franquista que no murió. Un pasado muerto viviente que produce reacciones antinaturales y excesos autodestructivos. El péndulo se precipita al otro lado: Franco, el Rey de Ultratumba, es quien mueve a los vivos como peones en un tablero.

Pero antes de exponer la manera de acabar con la criatura no-muerta, considero necesario entender las relaciones de poder en Cataluña. El poder político es una relación entre los gobernantes que lo detentan y los gobernados que lo padecen. En el caso español, esta relación es patológica.

Dije en mi anterior artículo que la neurosis nacional española nace del conflicto de dos pulsiones psíquicas. Por un lado, la vergüenza y repugnancia que nos producen nuestros dirigentes, y por otro, el natural amor y orgullo que nos suscita nuestra tierra, efecto natural del instinto de territorialidad que se da en todas las sociedades humanas sedentarias.

De un estado mental incoherente nacen conductas externas incoherentes. El español medio, a pesar de su desprecio y pesimismo por su propia clase dirigente, acude en rebaño a votar y a servir de alimento a sus amos. Servil y voluntariamente, los españoles doblan la cerviz ante aquellos mismos que saquean su país y lo hunden en la miseria moral y económica.

Dado que el poder político en toda la historia de España ha sido ejercido desde arriba por una clase política irresponsable, déspota y sin control ni vigilancia por unos bravos gobernados —tan fanáticos e intrépidos que detuvieron la islamización de Europa y colonizaron todo un continente con un puñado de hombres—, pesa sobre nuestro subconsciente colectivo un arquetipo de fieles vasallos sometidos a nefastos gobernantes: «Dios, qué buen vasallo si tuviese buen señor» (Cantar del Mío Cid).

No es difícil percibir en la mayoría de los españoles el deseo de acabar con esta contradicción neurótica. Pero como no tienen otro referente que el sistema de partidos —la propia causa de la patología—, muchos pacientes no ven más allá: su búsqueda es desesperada y ciega.

En el anhelo por una cura, por extirpar de raíz la enfermedad, millones de catalanes —jóvenes sobre todo—, han visto en el independentismo la única esperanza. Han podido percibir que en la ruptura con el Régimen del 78 hay una nueva realidad de energías psíquicas inmaculadas y fecundas. La larga y penosa enfermad nacional española se acabaría para los catalanes de esta manera.

Curiosamente, este anhelo es vigoroso incluso en la llamada «izquierda», cuyas tesis siempre se han opuesto al patriotismo o al nacionalismo como conceptos típicamente conservadores, frente a un avanzado humanismo racional y fraternal, sin naciones ni clases sociales. Así, los separatistas catalanes de toda guisa ideológica han descubierto la manera de sanarse y conectar con el sentimiento nacional: ese ancestral vínculo que nos une a la historia como colectividad y nos confraterniza ante las adversidades; con esa fuente rebosante de vida y esperanza en el porvenir que tienen las naciones… aquellas naciones que no están heridas, acomplejadas ni sumidas en incoherencias mentales.

Basta observar la jubilosa mirada de los irredentos en las calles de Cataluña para comprobar que en ellos brota, joven y puro, un obstinado ímpetu nacional que les une sentimentalmente bajo la estelada. Aunque sea una euforia infantil y utópica, como pasaré a explicar, los separatistas catalanes sienten una dicha verdadera al haberse librado del conflicto interno —del trastorno neurótico y acomplejado—, que atenaza al resto de los españoles cuando hablan de su nación.

Los independentistas vislumbran, tal vez sin saberlo, la cura para el alma psíquica de todo español. Esta cura es la ruptura radical con el Régimen del 78, un régimen de poder corrupto, basado en la mentira y la superstición1, e impuesto desde arriba.

Pero toda vez que el independentismo catalán se ha inoculado desde arriba (el Estado) hacia abajo (los gobernados), el fervor de los sediciosos no es un auténtico nacionalismo. En el fondo, la emoción que produce el orgullo nacional es biológicamente la misma, sólo que desde las instituciones catalanas se ha sustituido la palabra España por Cataluña. El espurio «nacionalismo catalán» es un feral estatalismo disfrazado de nacionalismo utópico. Los separatistas han sido vilmente engañados con ilusiones de ruptura con el Régimen del 78. ¡Unas promesas procedentes de la misma oligarquía estatal putrefacta que lleva robándoles y abusando de ellos durante décadas!

¿Cómo ha sido esto posible? ¿Cómo es posible engañar a tanta gente con promesas contradictorias e irrealizables?

La psicología de las masas, estudiada en las obras clásicas de Le Bon y Freud, explica detalladamente cómo la inteligencia y la individualidad de un sujeto quedan disueltas o mermadas cuando éste se integra en una multitud humana concentrada para un fin determinado.

Se ha observado que, dado el sentimiento de confianza y fuerza superior que confiere la masa a los individuos, y la irresponsabilidad hacia los actos propios que el anonimato de la muchedumbre proporciona, los integrantes de la masa experimentan una desinhibición de las pulsiones más brutales y primitivas, que disminuyen o desplazan sus facultades racionales. En una masa excitada, este peculiar estado anímico se contagia rápidamente por el efecto de las neuronas-espejo. El individuo se disuelve emocionalmente en la masa: su capacidad de pensamiento crítico es rebasada por unas emociones subconscientes desatadas, de ordinario reprimidas por la mente racional.

Tal estado de regresión a una actividad anímica primitiva (Freud), produce en los integrantes de la masa una conducta propia de niños o de hordas prehistóricas. Afloran las emociones prohibidas que un adulto racional y cuerdo suele reprimir. Ello explica el éxito del independentismo en las muchedumbres, concentradas, excitadas y alentadas por la oligarquía estatal catalana mediante su poderosa (y muy bien financiada) maquinaria estatal.

En su obra Psicología de las masas y análisis del Yo (1921), Freud nos explica que para influir sobre la masa es inútil matizar ni argumentar con lógica, dada la brutalidad de un sentimentalismo simple y extremo. Esto hace que las muchedumbres sean como niños o neuróticos, fácilmente manipulables con fantasías imposibles o hechos falsos: «La multitud es extraordinariamente influenciable y crédula. Carece de sentido crítico y lo inverosímil no existe para ella (…) Las multitudes no han conocido jamás la sed de la verdad. Demandan ilusiones, a las cuales no pueden renunciar. Dan siempre la preferencia a lo irreal sobre lo real, y lo irreal actúa sobre ellas con la misma fuerza que lo real. Tienen una visible tendencia a no hacer distinción entre ambos. Este predominio de la vida imaginativa y de la ilusión sustentada por el deseo insatisfecho ha sido ya señalado por nosotros como fenómeno característico de la psicología de las neurosis.»

Así es como la oligarquía estatal catalana ha manipulado, tal y como lo hiciera Hitler o Stalin (y por supuesto Franco), la fuente inagotable del sentimiento nacional de las masas, en pos de ambiciones egoístas, irresponsables y cortoplacistas que nos dañan a todos. Unas ambiciones destructivas (más Estado, más clase política, más fronteras) que objetivamente empobrecen nuestras fuerzas productivas y debilitan a todos los españoles en el escenario internacional.

Si bien las emociones que la masa irredenta experimenta sí son auténticas (neurológicamente idénticas a las que sentirían bajo el nacionalismo español o de cualquier otro país), no pasan del plano somático, hiper-dimensionado en las concentraciones populares por un efecto multiplicador ya conocido en la neurología y en la psicología de las masas. Pero, al margen de la euforia subjetiva y emocional, la realidad objetiva y racional es otra.

Ya sabemos que, estructuralmente, en España todo nacionalismo es un estatalismo. Jamás ha habido nacionalismo en España, porque la nación nunca ha sido libre. La clase política jamás ha sido una mandataria y mediadora entre la nación y el Estado2. Por eso, el llamado nacionalismo catalán no es otra cosa que consabido estatalismo.

Los dirigentes del separatismo catalán no engendrarán otra cosa que Estado, más Estado. Un Estado que, al emanar de una oligarquía de partidos, naturalmente seguiría dominando a la sociedad civil desde arriba hacia abajo y sin separación de poderes, como un trasunto en miniatura del Régimen del 78. La nación seguiría subyugada y expoliada por la misma clase política incontrolable. ¿Qué cabría esperar de un nuevo Estado alentado, ideado y fundado por aquellos mismos dirigentes que llevan cuarenta años expoliando al pueblo catalán?

El estatalismo catalán, con hipocresía, subterfugios y actos indecisos, juega con las emociones y un victimismo trasnochado; formula al pueblo difusas promesas de una independencia materialmente imposible. Juegan con el ansia (también presente en una gran mayoría de españoles) de experimentar un sentimiento nacional pleno, una vigorosa fraternidad colectiva sin corromper por un pasado vergonzoso y una indigna clase dirigente. Juegan con el deseo inconsciente de muchos españoles de romper para siempre con el Régimen del 78 y empezar un nuevo e ilusionante camino.

Puede que te preguntes: si lo que experimentan los partidarios de la división en Cataluña es un estatalismo, ¿dónde está el verdadero nacionalismo?

Se halla fuera del Estado, fuera de las putrefactas instituciones del Régimen del 78. El nacionalismo está en la sociedad civil, fuera de la necrópolis que enferma a la nación española con el hedor del No-muerto que la prostituyó.

La nación española yace en un sepelio rodeada de ratas y gusanos. Sólo la Libertad, guiada por la razón de su comprensión profunda, puede sacarla de la cárcava. Desentumecida con los rayos invictos de la Verdad, al amanecer la nación se levantará, ¡y caerán las alimañas que la gobiernan bajo los designios de un espectro!

La noche oscurísima alborea. Lo veremos en el próximo artículo.

***

1 En mi serie de artículos La Mentira Fundamental del Reino demuestro, asistido de criterios científicos y jurídicos, que vivimos en una falsa democracia basada en mitos.

2 Como señalé en el artículo anterior, la palabra nacionalismo no es descriptiva de una realidad donde la nación no está representada y no puede controlar ni vigilar a la clase política estatal. Dado que en España la nación está subordinada al Estado —y no al revés como debería ser—, la palabra que describe la realidad actual es estatalismo o estatismo.

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