Marx dice en alguna parte, que la tradición de todas las generaciones muertas oprime, como una pesadilla, el cerebro de los vivos.
Nosotros, caminantes del umbral entre lo que murió y lo que vivirá, apenas nos damos cuenta de que nuestros pensamientos y nuestros actos se mueven por los dedos lívidos y translúcidos de los muertos.
Como títeres movidos por los influjos de la nigromancia, nuestros genes recuerdan, somnolientos, un lento ascenso que comenzó en los vaporosos limos de los océanos primordiales. Nuestra inteligencia despertó torpemente, como el quebradizo injerto de las emociones que la especie humana experimentaba, temblorosa y cubierta de harapos, al arrastrarse por las oscuras y profundas cavernas del mundo.
Franco es el Rey de Ultratumba que domina nuestra conciencia política. El bando mal llamado «nacional» es su ejército espectral que, desde las tinieblas del sepelio, nos insuflan las emociones que experimentamos en la política, y, por biológica extensión, determinan nuestro raciocinio político.
Como en la mente de un esquizofrénico, los chillidos del Rey de Ultratumba resuenan cada vez que un español habla de su nación. La manifestación externa de la cualidad nacional, algo tan natural en el humano como el instinto de territorialidad en los mamíferos superiores, está ligada a los dictados de un No-muerto.
El sentimiento nacional es tan poderoso en la especie humana, constituye una emoción tan pura y primitiva, tan cercana a nuestro instinto de supervivencia colectiva, que ni el internacionalismo obrero e intelectual pudo evitar que los proletarios rusos y alemanes se alzasen en armas para defender sus respectivas patrias, incluyendo a los burgueses que los explotaban cruelmente en ellas. El fracaso internacionalista de Lenin fue una lección para Stalin, que aprovechó el nacionalismo —esa inagotable fuente de energía primitiva—, para erigir un imperio que caminara victorioso.
Pero aquí, en España, esa fuente vital se halla cercenada, enferma.
Toda neurosis es un conflicto entre pulsiones inconscientes. La pulsión irreprimible del orgullo nacional colisiona con la repugnancia, culpa y vergüenza que nos produce nuestra propia clase política.
Esta neurosis nacional, la patología mental que padecemos, tiene una explicación clínica. Brota en su génesis de un sólo hecho: la integración de la nación en el Estado.
En España, el poder político siempre se ha ejercido de arriba hacia abajo. Es el Estado quien ha controlado a la nación, nunca al revés. La clase política española jamás ha sido mediadora entre la sociedad civil y el Estado. El poder político, siempre en manos de facciones del poder estatal, ha manipulado, expoliado y pisoteado al pueblo porque nunca formó parte de él; «de tal manera que el pueblo, engañado o forzado, no delibera más que sobre su propia ruina» (Maquiavelo).
En España no existe el nacionalismo. El término es insuficiente para explicar la realidad observable. Si la nación está conducida y dominada por el Estado, la palabra exacta es estatalismo1. En consecuencia, todo «nacionalismo» en España, central o centrífugo, ha sido un estatalismo. Porque la nación siempre ha sido dominada y conducida por el Estado: desde arriba hacia abajo.
La integración de la nación en el Estado fue visiblemente totalitaria en vida de Franco. Al igual que el espectro del tirano, la integración de la nación en el Estado es hoy fantasmal; subsiste bajo fórmulas sofisticadas e hipócritas, ocultas a la vista por las veladuras de la no-muerte.
Es por esta reversión que el Rey de Ultratumba, el que no murió, sigue siendo nuestro dictador: él dicta nuestro sentimiento nacional, él dicta cómo se hace la política. Cuando el franquismo identificó a la nación española con el Estado totalitario —esto es, cuando el Estado impregnó hasta el último resquicio de la nación, y todos los símbolos nacionales fueron prostituidos e hipertrofiados bajo el dominio de una facción autodenominada «nacional»—, la nación española pasó a ser una cuestión definitivamente ideológica. No el sustrato neutro que conforma a un pueblo y lo diferencia de otros, independientemente de los cursos ideológicos que van y vienen; no la madre indiscutible y amada de todos los españoles: la nación española es hoy una cuestión partidista, propiedad de los partidos.
Como decíamos, si con el franquismo la integración de la nación en el Estado era visible, hoy es invisible. Esta continuidad, pero revertida, explica que hoy impere el anti-franquismo donde antes estaba el franquismo. En lo que llaman derecha impera mediante la culpa: tal es el miedo a parecerse a Franco, que la derecha actúa con una inmoderada permisividad bajo la égida del relativismo. En lo que llaman izquierda, el anti-franquismo es el dedo del inquisidor; el relativismo es idéntico que en la derecha, pero, como hiciesen los censores de antaño, estos anti-censores se cuidan de cercenar, censurar o señalar cualquier cosa que recuerde al franquismo: incluida la defensa de la nación española.
La pestilencia del No-muerto sigue contaminando el sentimiento nacional. La integración oculta de la nación en el Estado, y las encubiertas ambiciones de poder de los partidos estatales, nuevas facciones del poder político que nos dominan verticalmente (como siempre ha sido), explica la construcción de discursos impostados y absolutamente falsos. Desde arriba se enarbola la mentira de una reconciliación nacional, surgida en 1978 como por arte de magia. Pero el Régimen del 78, toda vez que no rompió con el franquismo, toda vez que fue orquestado por unos pocos desde arriba hacia abajo, y toda vez que multiplicó y sofisticó la forma vertical de dominio del Estado sobre la nación, ha agravado la neurosis.
La reconciliación nacional es una superstición; un mito propagado por las facciones estatales, multiplicadas en número y recursos. A los partidos estatales en el fondo les da igual la nación, la desprecian, porque pretenden dominarla, parasitarla. En suma, nunca ha habido reconciliación nacional; sencillamente, porque la nación nunca ha sido libre para hacer nada.
La prueba manifiesta de que no hay reconciliación nacional alguna, y de que es el No-muerto quien domina nuestras vidas, la vemos hoy en Cataluña. La oligarquía estatal catalana, en un ejercicio supino, deforme y excéntrico de anti-franquismo (esto es, de anti-España), ha ido orquestando durante años una sedición desde arriba (el poder estatal), hacia abajo (la sociedad civil, la nación). Y la reacción de la oligarquía estatal del resto de España ha sido la de rehuir de toda acción contundente y eficaz para detener la sedición a tiempo. Como un tabú, se evitó hablar del delito de sedición por temor a que, remotamente, apareciera el espectro de Franco.
El miedo al No-muerto impidió que Rajoy, sólo preocupado de ganar las elecciones a unos emergentes oligarcas (Iglesias y Rivera), aplicase el Código Penal a tiempo. Con tal de no parecer franquistas, a ningún partido estatal le importó que la sedición creciese hasta estallar; hasta el punto de fracturar gravemente la convivencia nacional. La mano del Rey de Ultratumba mueve a los títeres.
En el próximo artículo explicaremos cómo el No-muerto, el Insepulto, se ha aparecido en Cataluña. Veremos también cómo se puede aprovechar su última manifestación para destruirlo definitivamente. Con la luz de la Ciencia y la Razón veremos cómo desterrarlo del mundo de los vivos para arrojarlo a donde pertenece, al pasado, al reino de los muertos.
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1 El diccionario no recoge el vocablo «estatalismo», sino «estatismo». Pero dada la polisemia de la palabra («estatismo» también significa inmovilismo), opto por «estatalismo» porque es más expresivo y se entiende perfectamente.