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Un inminente referéndum catalán sobre la independencia fue declarado ilegal por el Tribunal Constitucional. Aquí estamos, otra vez, vacilando al borde del caos doméstico, en donde Barcelona y Madrid se encuentran camino a la colisión en la perenne patata caliente que es la independencia catalana.

Los británicos han sufrido dos divisivas y amargas campañas de referéndum en los últimos años, la campaña del Brexit y la de la independencia escocesa. La campaña nacionalista escocesa hace un paralelismo natural con la cuestión catalana. Tales paralelos, sin embargo, son oblicuos. La historia, los arreglos constitucionales y el enfoque son muy diferentes pero hay lecciones clave que se podrían aprender de la experiencia de Escocia. Una balota vendida como una oportunidad de esas de “una vez en una generación” fue perdida por la campaña nacionalista. Hay recriminaciones amargas sobre el estilo de la campaña por el “No”, llamada “Proyecto Miedo” por el lado perdedor, pero cuando bajo una clara presión para producir planes fiscales y una estrategia coherente para la separación, la campaña de la Independencia fue rechazada por los escoceses y calificada como repugnante por la población al sur de la frontera.

Los escoceses a menudo son estereotipados por no ser generosos con su dinero, un estereotipo de catalanes a menudo citado por el resto de españoles. La discusión en ambos lugares parece girar en torno a las finanzas. Quién se beneficia más de una unión, el satélite o el centro. Los catalanes argumentan que contribuyen más a la bolsa de Madrid de lo que reciben de los fondos centrales, al igual que los nacionalistas escoceses sostienen que las ganancias petroleras han sostenido las finanzas británicas. Tanto Londres como Madrid arguyen que una cantidad significativamente mayor de fondos per cápita se dirige hacia el norte que hacia las regiones menos desarrolladas, y que los recalcitrantes separatistas no pueden sobrevivir solos. La campaña en Escocia fue cada vez más acrimoniosa y atrajo la aversión del resto de la Unión, como un divorcio tras el cual se sigue utilizando la tarjeta de crédito conjunta, la libra esterlina. Tal fue la fuerza del rechazo al proceso por parte de Inglaterra, Gales y el Norte de Irlanda, que ahora se dice a menudo que para que Escocia pudiera lograr la independencia debería pedírselo a los galeses, ingleses e irlandeses del norte para que ellos votaran sobre el tema. Parece existir una actitud creciente de agotamiento similar entre los españoles respecto a Cataluña.

El problema que se manifiesta tanto en las campañas nacionalistas escocesas como en la catalana es doble.

En primer lugar, tales movimientos políticos recogen apoyo apelando al corazón más que a la cabeza. Agitar una bandera y achacar la culpa de todos los defectos de la sociedad al “opresor Estado español”. Esto trae ganancias políticas significativas y una sólida base de poder, pero requiere una constante escalada de emoción e identidad para mantener la relevancia. Este es posiblemente el motivo por el cual los conflictos paramilitares de los vascos e Irlanda del Norte se han movido en una dirección diferente. La realidad de la violencia corrosiva y el asesinato trae una cruda realidad al trueque político. Podría argumentarse que sin ese horroroso derramamiento de sangre, el pragmatismo no superará las crecientes demandas de la política de identidad.

La segunda cuestión, tristemente, alimenta la primera. Tales movimientos construidos sobre tal energía de la emoción no pueden aceptar la derrota. Todos los intentos fallidos de lograr el objetivo se venden al mundo como pasos hacia la meta. Admitir que el objetivo final es inalcanzable deja las aspiraciones de una generación de operadores políticos en harapos y el impulso implacable para gastar la inversión emocional en la búsqueda interminable genera expectativas que son imposibles de cumplir.

Esto lleva a una conclusión odiosa que acabará teniendo a los separatistas balbuceando con rabia. Los movimientos políticos, como los de Cataluña y Escocia, no pueden alcanzar sus objetivos declarados, de hecho, se benefician de una “historia interminable” más que de la historia objetiva. No es más que una campaña, y una vez que los objetivos se logran, los lazos que les unen se sueltan. Una vez que el espantajo de Londres o Madrid es eliminado de la retórica, la gente se cansaría del fracaso con bastante rapidez.

La retórica tanto en Madrid como en Barcelona es inútil e imprecisa. En Madrid, contrariamente al clamor público, no se comportan como fascistas. Una clara demostración de dictado autoritario, ciertamente. La idiotez del déspota, muy probablemente. Etiquetarlos de fascistas no sirve a ningún propósito útil y alimenta la hipérbole febril del debate, pues estas acciones por sí solas son suficientes para alimentar la pretendida superioridad moral de la posición separatista. Barcelona jugará con esto y alimentará una mentalidad victimista a medida que se toman las papeletas, mientras que los que facilitan la votación se marchen lejos, pues los temores se deshilachan cuando grandes multitudes se reúnen en las calles.

Fundamentalmente, las comparaciones entre Cataluña y Escocia son incorrectas, ya que las circunstancias son diferentes. Los arreglos legales y sus implicaciones, la historia e incluso el estatus del Estado son muy diferentes. El ordenamiento español no tiene capacidad para considerar la posibilidad de un referéndum como el escocés. Tal campaña pondría en evidencia la escasez de argumentos pro-independencia y la plataforma económica sobre la que se construye. Pero también la falta de una mano sutil de la clase política de Madrid podría inclinar el equilibrio de los votantes indecisos hacia la causa separatista, y ni Madrid ni Barcelona pueden permitir un golpe tan dañino a su causa frente al público votante. Rajoy no quiere ser el hombre recordado por la división de España, igual que Puigdemont tampoco quiere ser recordado como aquel que mató el sueño.

Así las cosas, el Estado y el estado aspiracional actúan con una previsibilidad decepcionante. Podemos estar seguros de que esta danza de mil suspiros continuará a un ritmo acelerado y palpitante. Es, por definición, un tema que simplemente no va a desaparecer y, como tal, es otro de una larga serie de temas que sirve como cortina de humo para cubrir el incesante fracaso de la clase política española para gestionar los asuntos del Estado.

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