La casta política española, tras las últimas votaciones generales, ha alcanzado una situación que, acudiendo al imaginario popular y colectivo, podríamos calificar como la tesitura paradigmática de la socialdemocracia; es decir, un escenario gubernativo absolutamente dividido y sin mayorías claras, donde cualquier salida posible debe ser alcanzada mediante el pacto y el consenso. Un momento en el cual, según la ortodoxia socialdemócrata, no deben adoptarse posturas claras y determinantes sino condescendientes, acicaladas y gestuales. La negociación de los bienes y el reparto entre las diferentes facciones debe hacerse cuidadosamente con el fin de satisfacerlas a todas ellas, -en la forma más equitativa posible- permitiendo así a una numerosa y siempre creciente clase política mantener su estatus social, sus estructuras piramidales y su participación dentro del Estado. Una situación muy propicia por tanto para los que somos abiertamente críticos con el sistema y que permite destacar y poner de relieve las deficiencias de un Estado de los partidos, frente a las virtudes de una democracia formal, representativa, donde el consenso es un concepto ausente e indeseable en tanto a que anula el debate, la reflexión y la confrontación de ideas.
Con demasiada frecuencia y como resultado de la propaganda que se publica desde casi la totalidad de los medios de comunicación españoles, vengo escuchando a quienes me rodean expresar su deseo de que ningún partido alcance la mayoría parlamentaria para que así se vean obligados a pactar. Para los seguidores de las enseñanzas platónicas se presentaría de manera tentadora el uso de la popular frase “cuidado con lo que deseas porque podría hacerse realidad”. Yo soy más aristotélico y en cualquier caso y al margen de este tipo de consideraciones, en mi opinión, esta forma de pensar surge de una profunda intuición que el ciudadano medio español tiene -y que de alguna forma se encuentra en nuestro inconsciente colectivo más junguiano- de que no poseemos una libertad política real y por ello, mediante el ‘voto del mal menor’ (que tanto se practica en nuestro país), persigue forzar a los partidos estatales a pactar entre ellos, atenuando así la posibilidad de que la clase política adopte medidas en una dirección u otra; es decir, se practica y se persigue un inmovilismo que bloquee la toma de decisiones, por miedo a que estas inclinen la balanza en cualquier sentido posible. Una actitud profundamente conservadora y defensiva la nuestra y que en momentos de crisis como el actual, es bastante perjudicial para la sociedad en su conjunto, en tanto a que bloquea e impide cualquier propuesta genuina e innovadora que pueda romper el paradigma actual.
En este escenario de bloqueo e inmovilismo, el Partido Popular, que tras la ceremonia ‘votacional’ (en la que muchos nos hemos visto obligados siempre a no participar; yo no he votado nunca) obtiene un mayor número de escaños que cualquiera de las demás formaciones, se encuentra incapacitado para formar gobierno y se ve obligado a desenvolverse en un ambiente, que si bien hasta ahora había contribuido a crear la falsa sensación de democracia (en tanto a que propiciaba un aparente clima de alternancia y de cambio de rumbo político), en esta ocasión y debido a la irrupción de las dos principales formaciones emergentes (Ciudadanos y Podemos) que fueron diseñadas para apuntalar y mantener el sistema, actúan en su contra y dificultan la salida óptima o deseable para la estabilidad de la oligarquía que de forma apacible (para sus intereses), se encuentra dominando el país.
Hasta ahora, generar un debate artificial basado en cuestiones superfluas había producido buenos resultados para el régimen, -en cuanto a que generaba división y encendidos debates a favor y en contra, con el resultado de amontonar a los votantes en torno a unos catecismos oficiales de lo que los partidos consideran debe ser la izquierda o la derecha-. Ahora, esta forma de actuar y de conducir la política nacional, fracasa víctima de sí misma y provoca un escenario ingobernable del que sólo es posible salir mediante nuevos y rocambolescos pactos que rompen las normas de las que las que la clase dirigente se había provisto para seducir a los votantes o bien realizando una nueva llamada a las urnas que posibiliten un nuevo reparto más propicio y sostenible para todos ellos. Considero poco probable la segunda opción en tanto a que el súbdito español es bastante prescindible en un sistema como el que tenemos. Su implicación suele relegarse a un formalismo inevitable que determina bastante poco el movimiento de las élites.
Durante el periodo de gobierno del enemigo de la realidad José Luis Rodríguez Zapatero, y en el marco de una entrevista cuidadosamente escenificada que iba a realizar el periodista Iñaki Gabilondo, se produjo una divertida anécdota cuando, al encontrarse los micrófonos abiertos de forma inadvertida para el expresidente socialista y su anfitrión, se pudo escuchar en tono distendido y en los preliminares del evento, como el señor Zapatero le decía al periodista: “Lo que nos conviene es que haya tensión”. Esta frase, que fue muy comentada y de la que numerosos medios se hicieron eco en aquellas fechas, ilustra muy bien el concepto de alternancia aparentemente democrática que han venido manejando hasta nuestros días los dos grandes partidos del Estado (y el resto de facciones periféricas) para proteger sus intereses y monopolizar la disputa política. La dramatización y puesta en escena del debate debe ser realista para evitar que el sistema mismo pueda ser cuestionado; para evitar que más allá de los efectos señalados por los medios a su servicio, el sufrido votante pueda plantearse buscar el origen causal de los males que afligen a nuestro país. La partidocracia necesita monopolizar la discusión y mantenerla dentro del Estado, para evitar que la sociedad civil tome la iniciativa, se defienda tratando de poner los límites e intente marcar las pautas a su política.
Esta fue, en mi opinión, una frase paradigmática que en la situación que vivimos actualmente, cobra una renovada vigencia y permite ilustrar el dilema al que se enfrentan los dos grandes partidos del Estado, PSOE y PP, presionados desde ciertos sectores para pactar, pero simultáneamente prisioneros de sus propias estrategias de control del poder. Es en estos momentos cuando el gran pacto socialdemócrata fracasa víctima de su propia artificialidad y se encuentra frente a frente con el dilema de elegir entre las ideas o el consenso.
Y ahora corran… corran todos a votar!!