PATRICIA SVERLO.
Antes de que Franco acabara de morir, cosa que le llevó varios meses de agonía, el príncipe tuvo ocasión de establecerse interinamente en el puesto de rey durante un tiempo y, de este modo, demostrar, a él mismo y a todos los españoles, de lo que era capaz.
La primera vez fue en julio de 1974, cuando el Caudillo se puso enfermo por una flebitis en la pierna derecha y tuvo que ser ingresado. Ya veía venir la parca y comenzó a decir: “Esto es el principio del fin”. Llamó al presidente Arias y mandó que se preparara el Decreto bisiesto de poderes para aplicar el artículo 9 de la Ley orgánica… “por si acaso”. Y antes de que se hiciera el trámite mencionado, el 18 de julio, Juan Carlos le sustituyó presidiendo en La Granja la recepción que Franco acostumbraba a ofrecer cada año para conmemorar una fecha golpista tan importante, y que aquel año, entre las atracciones, contaba con un montaje sobre la vida de Boquerini en la corte de los Borbones, escrito por Antonio Gala para la ocasión.
Los días siguientes, Franco no mejoraba. Y Juan Carlos, probablemente aconsejado por quien sabía más, era contrario a asumir la interinidad. “Contentáos con esperar”, le decían los de su entorno, que movieron todos los hilos para intentar retrasarlo tanto como pudieron. Se preparaban para algo más importante: aprovechar la enfermedad del Caudillo para declarar directamente rey a Juan Carlos, y que fuese rey del todo, un rey con las manos libres. Pío Cabanillas, entonces ministro de Información y Turismo, fue uno de los que participaron en aquel contubernio, y la cabeza de turco que pagó la maniobra monárquica con su cargo, del cual fue cesado en octubre.
Juan Carlos iba a ver al Caudillo al hospital todos los días y le decía amablemente que su enfermedad no era lo bastante grave para justificar el traspaso de poderes. Pero no pudo ser. Un día Franco fue víctima de una fuerte hemorragia y los médicos que le cuidaban se mostraron pesimistas. Era necesario actuar ya. Y el príncipe, el 20 de julio de 1974, decidió asumir la jefatura del Estado, aunque fuera de manera interina. “¡Vaya, buen servicio que has hecho a ese niñato de Juan Carlos!”, le dijo enfadado Villaverde al doctor Gil cuando se enteró. Todo el “búnquer” estaba que mordía.
Aquel mismo día, el príncipe llevó a cabo el primer acto oficial de su mandato interino: la firma de una declaración conjunta para prorrogar el tratado de ayuda mutua con los Estados Unidos. Y su cargo ya no dio mucho más de sí. No le gustó nunca renunciar a sus vacaciones y no se perdería el veraneo en Mallorca sólo porque fuera jefe del Estado en funciones. Franco salió del hospital el 30 de julio y volvió al Pardo, donde Juan Carlos fue en visita relámpago desde las islas Baleares, para presidir un consejo de ministros el 8 de agosto.
Después, a mediados de mes, Franco se reunió con su familia en el Pazo de Meirás para pasar la convalecencia. Y otra vez tuvo que ir volando Juan Carlos, esta vez un poco más lejos, a Galicia, para presidir otro consejo el día 30. Cuando visitó al Caudillo, lo encontró francamente recuperado, paseando por el jardín, pero tan sólo consiguió que le dijera: “Alteza, creedme, lo estáis haciendo muy bien. Continuad”. Aquella misma noche el príncipe cogió el avión hacia Palma de Mallorca.
Pero Cristóbal Martínez-Bordiú, marqués de Villaverde, que además de marqués era doctor, había formado un equipo de médicos muy bien elegidos para garantizar que el Caudillo se curase inmediatamente a cualquier precio. Y no tardaron en conseguirlo. Menos de 50 días (43 exactamente) fue lo que duró el cargo de rey interino, antes de que el aparato del Pardo consiguiera que dieran el alta a Franco y éste llamara de nuevo a Arias para anunciarle: “Arias, ya estoy curado. Prepara los papeles”. La mayor parte del tiempo Juan Carlos se lo había pasado de vacaciones en la playa. De todos modos, aquello de la recuperación milagrosa de Franco no se lo creyó nadie, ni él mismo. En la primavera de 1975 visitó España el general Walters, un peso pesado de la CIA. Se reunió con el Generalísimo y, tras hablar un rato de cosas intranscendentes, Franco le preguntó abiertamente: “¿Usted viene a saber qué pasará en España el día que yo muera? Pues voy a decírselo: reinará el príncipe don Juan Carlos, que es lo establecido, y se hará lo que el pueblo español quiera. De los políticos no me fío”. Walters también se reunió con personal de La Zarzuela, concretamente con Armada, que le aseguró que, igual que el aparato había funcionado para la interinidad, funcionaría después. Un poco más adelante visitó España el presidente Ford. Unas visitas tan reiteradas de los norteamericanos desvelaban que el final no podía estar muy lejos.
Utrera Molina, que era el ministro secretario general del Movimiento, un día osó decirle a Franco que el príncipe podría no estar “sinceramente identificado” con la continuidad del Régimen. Ante este comentario, Franco cambió de color, abrió los ojos desmesuradamente y con un desagrado patente exclamó: “Eso no es cierto y es muy grave lo que me dice”. Utrera, y cualquier otro que hubiera podido tener alguna duda, no tuvieron que esperar mucho para comprobar que quien tenía razón era Franco. Tras el verano de 1975 se celebraron varios consejos de guerra y fueron condenados a penas de muerte once presos políticos. Seis fueron indultados, y el 27 de septiembre se cumplió la sentencia de los otros cinco: tres miembros del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista Patriótico) y dos de ETA. El rechazo internacional fue considerable. Se asaltaron las embajadas españolas en toda Europa, incluso algunas fueron saqueadas, y en el interior varios países retiraron a sus representantes. El 1 de octubre, en la Plaza de Oriente, tras los fusilamientos, el príncipe apareció al lado de Franco en el balcón del Palacio Real. La manifestación, el último acto de masas del franquismo, tenía como objetivo mostrar la adhesión al Caudillo para compensarlo de las múltiplos condenas internacionales que habían provocado los fusilamientos. El dictador habló, delante de centenares de miles de personas congregadas, de la subversión comunista y el complot judeomasónico, la canción de los últimos cuarenta años, para acabar diciendo: “Evidentemente, el ser español vuelve a ser una cosa sería en el mundo”. Juan Carlos posó impasible a su lado mientras el gentío gritaba consignas como “No queremos apertura, sino mano dura“, “Muera el comunismo”, etc. Mientras lanzaba su arenga, cinco miembros de los cuerpos de seguridad del Estado, el mismo número que los fusilados, morían en un atentado de los GRAPO.