PATRICIA SVERLO.
Más inquietante todavía para el Régimen que la muerte de Carrero, que al fin y al cabo era sustituible, fue el estallido de la Revolución de los Claveles, en abril de 1974, en el vecino Estado portugués. Y no solamente para los españoles residentes, que vieron cómo los radicales incendiaban la residencia del embajador. Aquello podía ser contagioso.
Después se vio que no había para tanto. Los principios revolucionarios iniciales fueron traicionados y, poco a poco, la situación se fue calmando y retrocediendo, hasta situarse dentro de los parámetros de las democracias europeas. En la comunidad de exiliados aristocráticos de Estoril, algunos habían huido al extranjero a toda velocidad, preocupados sobre todo por sus propiedades. Pero otros no sólo se quedaron, sino que aprovecharon la situación para comprar barato a los que salían a salto de mata del país. Como el duque de Braganza, pretendiente a la Corona lusa, que se hizo una finca y un palacio romántico en Sintra, que hoy valen más de 30 veces lo que le costaron entonces. Don Juan también se quedó y, muy dignamente, dijo: “Le debo tanto a Portugal, que prefiero la inseguridad y el riesgo antes que dañarle lo más mínimo”. En realidad, Mário Soares le había garantizado la seguridad de Villa Giralda y de sus ocupantes.
Pero, pese a tener un éxito rotundo, la Revolución de los Claveles significaba un precedente muy malo, una situación nueva que hacía falta aprender a controlar. Un mes tras el estallido, la Comisión Trilateral ya se reunió para estudiar medidas políticas que evitaran el acceso al gobierno por la vía electoral-parlamentaria de la izquierda, en Portugal y en los diversos países en peligro, entre ellos España, que se preveía que se convertiría en “democrática” en un futuro muy próximo. La Trilateral era –y es– un consorcio de empresas transnacionales y de bancos, una especie de gobierno mundial en la sombra, impulsado desde el grupo económico Rockefeller.
Primero tuvo éxito dirigiendo el mundo de manera informal, pero después, en octubre de 1973, instituyó una organización formal, la Comisión Trilateral. Representaba la concentración más grande de riqueza y de poder económico que se haya podido reunir nunca en la historia, y tenía tres oficinas principales –en Nueva York (núcleo de la zona de Norteamérica), París (para la Europa Occidental) y Tokyo (para el área asiática)–, hecho de donde proviene su nombre. Las conclusiones fundamentales de su reunión de 1974 se recogieron en un informe, que coincide inequívocamente con los diversos pasos que se fueron siguiendo en España en los últimos años de la dictadura y los primeros de la Transición. Entre las medidas que se proponían estaba, por ejemplo, la de suprimir las leyes que prohibían la financiación de los partidos políticos por parte de las grandes empresas. Por lo general, se trataba de no dejar el funcionamiento democrático al azar, y establecer una especie de Pacto Atlántico en el terreno ideológico, que contuviera la excesiva voluntad de cambio de los países. Los partidos tenían que depender de los “inversores capitalistas” y transformarse en una especie de empresa, con una plantilla de producción política según el “mercado”. La financiación ilegal y la corrupción no son más que una parte de la mecánica descubierta posteriormente.
En España, en una primera fase, antes de la muerte de Franco fue fundamental el apoyo político y financiero de organizaciones asentadas en la República Federal de Alemana (las internacionales democristiana, socialdemócrata y liberal), para recrear los partidos políticos que tendrían el poder unos años más tarde. En julio de 1974, se convocó en Suresnes (Francia), con mucha urgencia y con la financiación del partido en el Gobierno de la RFA, un cónclave de jóvenes escindidos dos años antes del tronco del PSOE, situados al frente del equipo de Felipe González, los socialdemócratas de la baza norteamericana disfrazados de izquierdistas.
Los colaboradores de Juan Carlos intensificaron los contactos con la oposición controlable.
José Joaquín Puig de la Bellacasa, que justo antes de entrar al servicio de Juan Carlos había estado en la Embajada de Londres con Fraga, se encargó fundamentalmente de ayudar al príncipe a mantener contactos con la prensa, sobre todo con la extranjera, y con algunos políticos de la oposición. Había sido miembro fundador de un grupo que se denominaba Asociación Española de Cooperación Europea, que reunía a monárquicos, democristianos y liberales (como Íñigo Cavero, Fernando Álvarez de Miranda y Leopoldo Calvo Sotelo), y se ocupó especialmente de este sector.
Pero también trajo a La Zarzuela a gente como Fernando Morán, José Pedro Pérez Llorca, Manuel Villar Arregui, Jordi Pujol y algunos nacionalistas vascos de derechas. Otro colaborador de Juan Carlos, Nicolás Franco Pascual, sobrino del dictador, se encargó de hacer otra lista con las cincuenta personas que consideraba tenían más peso en el arco político y social del país, desde la derecha establecida en el poder hasta la izquierda que se refugiaba en la clandestinidad. Y se dedicó a entrevistar, uno por uno, a los que había apuntado. Lo que le interesaba saber al juancarlismo, con tanta exactitud como fuera posible, era el grado de flexibilidad política existente en la España que Franco traspasaba a Juan Carlos.
Querían tener controlado hasta dónde serían capaces de sacrificarse, tanto los que estaban en el poder como los que estaban en la oposición, para conseguir el consenso de una reforma pacífica. A finales de 1974 tuvieron lugar sus encuentros con Santiago Carrillo y Felipe González. No era una cosa que se hiciera a espaldas de Franco, ni mucho menos. De hecho, prácticamente se anunció en la prensa.