PATRICIA SVERLO.

El 20 de diciembre de 1973, el Dodge negro del almirante Carrero Blanco voló por los aires en la calle Claudio Coello de Madrid. Cuando se dirigía, como cada día desde hacía años, siempre siguiendo el mismo itinerario, a la misa de una iglesia de Serrano, enfrente de la Embajada de los Estados Unidos, de pronto subió como un cohete a gran altura para ir a caer al patio interior de un convento de jesuitas. Con una travesía como aquélla, el almirante, el chófer y el escolta personal murieron en el acto.

La princesa Sofia se enteró antes que el príncipe y que la mayoría de los españoles, cuando iba en el coche para llevar a los niños al colegio, porque tenía por costumbre escuchar por radio la frecuencia de la Policía. Cuando llegó a La Zarzuela, fue a decírselo rápidamente a Juan Carlos a su despacho. En aquel momento le llamaban por teléfono para darle la noticia. Los príncipes quisieron ir enseguida al hospital, pero Armada no estaba demasiado seguro de que fuera prudente, y decidió enviar antes una “avanzadilla”, en misión de exploración, porque no se sabía si era un hecho aislado o si era una acción coordinada de manera más amplia. Al final, les dio permiso y los príncipes marcharon en un coche que conducía el mismo Juan Carlos, aunque ya no había heridos que visitar.

Después, al volver a La Zarzuela, el príncipe habló con Franco, y llegaron al acuerdo de que acudiría a presidir el entierro en representación suya, vestido con el uniforme de la Marina para honrar al almirante.

El Rey en la muerte de Carrero

El atentado contra Carrero tenía el claro objetivo de desactivar, o como mínimo entorpecer, los mecanismos que había puesto en marcha el Régimen para facilitar la transición de poderes a Juan Carlos cuando Franco muriera; es decir, la perpetuación del mismo Régimen. Pero curiosamente, las revisiones recientes sobre la Transición se han negado a entenderlo así. Según la excéntrica nueva versión que han elaborado periodistas del calibre de Victoria Prego (relanzada últimamente a la actualidad con su célebre frase “¡A por ellos!”, en la Puerta del Sol de Madrid), ETA prácticamente pretendía boicotear el camino hacia la democracia, encarnada en el mismo Carrero Blanco, un demócrata de toda la vida como sabe todo el mundo y, para complicar más la peripecia, los servicios secretos de los Estados Unidos debían haber colaborado en el atentado con ETA, pese a que los padres de la nueva versión de la historia no pueden aclarar con qué intención exactamente.

Franco, el Rey y Carrero BlancoSobran comentarios críticos sobre estas versiones de martingalas palaciegas. La falta de rigor está protegida por la constante desinformación de los medios de comunicación, con una especial relevancia del puro espectáculo televisivo en que los informativos se han transformado.

La única cosa cierta es que la muerte de Carrero supuso un trastorno importante para los planes ya elaborados por el grupo concreto de tecnócratas monárquicos del Opus involucrados en la “Operación Lolita“. Más que nada para que Franco, ya en plena decadencia física, inexplicablemente aprovechara para hacer un cambio en la línea de gobierno, probablemente influenciado por su familia. Ante la sorpresa general, nombró presidente del Gobierno a Carlos Arias Navarro, un falangista, cuando lo más lógico habría sido que a Carrero le sucediera el vicepresidente, Torcuato Fernández Miranda. Arias era precisamente el político responsable de la catástrofe del atentado, como ministro de la Gobernación (Interior). Conocido popularmente con el apodo de “El carnicero de Málaga” (denominación que se había ganado en su época de represor, como fiscal militar de Málaga durante la posguerra), no se podía decir que fuese un hombre especialmente carismático. Y nadie entendió su nombramiento. Pero tampoco la enigmática frase “no hay mal que por bien no venga“, que dijo el Caudillo al referirse a la muerte de Carrero, en su discurso, surrealista, de fin de año. Que sus decisiones fueran comprendidas o entendidas no era una de las mayores preocupaciones de Franco.

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