PATRICIA SVERLO.
Todo estaba ya más que dispuesto para cuando Franco quisiera dar el paso último y definitivo.
Apenas quedaban cuatro cositas, cuatro condiciones previas, que no tardaron más de un año en cumplirse. El 5 de enero de 1968, el que todavía era considerado príncipe de España (en cuanto heredero de Don Juan) cumplía 30 años, la edad fijada por la Ley de 1947 para poder ser designado sucesor a título de rey. Pocos días después visitó a Franco, que le recomendó: “Tenga mucha tranquilidad, alteza. No se deje atraer por nada. Todo está hecho”. Antes de que acabara el mes, el día 30, nació su primero hijo varón, Felipe. Ya había heredero. Segundo problema resuelto. Pero todavía quedaban un par de detalles. Franco temía tanto la intransigencia de la ex-reina como la del frustrado rey que nunca lo fue, sobre todo de cara al exterior, si se negaban a asumir la irregularidad que se produciría en la línea sucesoria, y no quería dejar cabos sueltos. Tenía que garantizar que tendrían una reacción razonable, por el modo que fuese.
El caso de Victoria Eugenia se resolvió apenas unos meses después, de la manera más natural. Se murió el 15 de abril de 1969. Cuando paseaba con sus perros por los alrededores de Vielle Fontaine, su casa de Lausana, cayó y se hizo una herida en la cabeza. Tenía 81 años. Don Juan se dio cuenta enseguida de las repercusiones que podía tener aquello y adoptó una actitud abiertamente arisca hacia su hijo. No se lo comunicó hasta tres días más tarde, después del entierro; y cuando finalmente se vieron, lo único que hicieron fue discutir. Lo cierto era que tenían poca cosa que decirse tras las declaraciones de la Agencia EFE. Juan Carlos insistió en el hecho de que, si estaba en España, era para aceptar lo que había. Y Don Juan le replicó categórico: “Sí, pero no para suplantarme a mí”. El príncipe volvió a Madrid al día siguiente, para asistir junto con Franco a otro funeral por la ex-reina. Se celebró en San Francisco el Grande, se cantó la Misa de Perosi y Franco entró en el templo bajo palio, como privilegio suyo otorgado por la Iglesia española al Caudillo de la Cruzada Nacional Católica.
De todos modos, las cosas no podían quedar así con su padre. La misión de Juan Carlos era conseguir, en la medida de lo posible, su apoyo. Y con este objetivo le pidió a Alfonso Armada que le acompañara a Estoril –nunca se las había arreglado bien solo–, para explicar al conde de Barcelona cómo estaban las cosas una vez más. Armada le habló de la España oficial, del punto de vista del Ejército, de las presiones de un grupo importante de ministros (Carrero, López Rodó, Alonso Vega, López Bravo, etc.)… Y acabó diciéndole que tenía el convencimiento personal de que Franco nombraría sucesor a su hijo. Pero Don Juan no se lo creyó. “Juanito”, le dijo el conde de Barcelona, “si te nombran, puedes aceptar; pero puedes estar seguro de que esto no sucederá”. En la misma línea, el 8 de mayo, Don Juan, incauto al máximo, escribió una carta a Franco en la que le proponía una reunión para tratar “sobre aquellos puntos en donde convergen nuestros desvelos por España. Y con esta mira tan alta, ¿no parece evidente, mi General, la conveniencia nacional de que hablemos con sosiego y corazón abierto?” No hubo respuesta.
No se sabe exactamente con qué anticipación empezó a trabajar el equipo de Juan Carlos para tratar de conseguir la aprobación sin problemas de su nombramiento por parte de las Cortes. Pero desde el mes de noviembre tenían preparada la “Documenta”, una especie de currículum, resumen de las actividades del príncipe, que el día del juramento distribuirían a los procuradores y a la prensa.
También con meses de antelación, con el propósito de asegurarse el voto de la Falange, Juan Carlos se reunió con su representante más destacado, Antonio Girón de Velasco, en una comida en el restaurante Mayte Comodoro. Juan Carlos intentó ser simpático y le preguntó si le podía tratar de tú. “Mientras no me insulte, usted me puede llamar como quiera”. Girón se desahogó explicándole las escenas del Movimiento Nacional y, cuando acabó, el príncipe soldado también hizo su párrafo: él era un militar y como militar asumía el patriotismo y muchos de los postulados de Girón. Eso sí, como él no era el Generalísimo Franco, dijo un poco de broma, tenía que ir a mear. Y es que la continencia de Franco, que no se movía de la mesa del Consejo de Ministros durante todo una mañana, era uno de los tópicos del Régimen. En definitiva, la reunión fue un éxito. Juan Carlos le había caído francamente bien y Girón decidió apoyarle. Al cabo fue fundamental el “sí” rotundo del primer falangista de España, como motor que arrastró a todos los otros. A mediados de junio, Juan Carlos viajó de nuevo a Portugal para pasar unos días en familia. Antes de marcharse, había pasado por el Pardo para despedirse del Generalísimo. “Venid a verme cuando regreséis, porque tengo algo importante que deciros”, le había anunciado. Y, todavía antes, había hablado con López Rodó, que, por su parte, le había adelantado que estuviera preparado. Pero en Estoril no dijo nada de estas conversaciones. Bien al contrario, le aseguró a Don Juan que todavía no sabía absolutamente nada de la sucesión y que, si quería, se iba a Portugal con Sofía y los niños, apuntando, eso sí, que si seguía en España y Franco lo proponía como sucesor, no le quedaría otro remedio que aceptarlo, porque si no, Franco nombraría a Alfonso de Borbón y Dampierre.
Claro está que, en todo caso, no fue lo suficientemente rotundo porque, una vez en Madrid, Juan Carlos le dijo a López Rodó que no había podido adivinar cuál sería la actitud de su padre cuando se produjera el hecho. El problema siguió así hasta que, en julio, Sainz Rodríguez tuvo la trascendental y decisiva entrevista secreta con Juan Carlos en Madrid, que le aseguró: “No se preocupe por su padre. De su buena reacción me encargo yo”.
Apenas unos días después, el 12 de julio de 1969, Juan Carlos recibió la esperada llamada telefónica de Franco. Durante la cita, tras la comida en el Pardo el dictador le comunicó finalmente su decisión de designarlo como sucesor, así como las fechas previstas a tal objeto. “De acuerdo, mi general, acepto”. Franco sonrió imperceptiblemente y le dio un abrazo. Cuando el príncipe salió del despacho, pudo ver que ya estaba allí el embajador de España en Lisboa, a quien acto seguido Franco entregaría una carta que ya tenía preparada para Don Juan, para que la llevara inmediatamente a Estoril.