PATRICIA SVERLO.
El franquismo no quería demasiado ruido en los años sesenta. Las luchas obreras empezaban a adoptar la actitud de un movimiento social de ámbito estatal y permanente, con un impulso en dos direcciones: ya no estaban comprometidas sólo con la consecución de salarios más altos y mejores condiciones de trabajo, sino que ahora también querían libertades democráticas. Y esto el Régimen no lo podía tolerar. En estas cuestiones se unían los movimientos estudiantiles y los nacionalistas de Cataluña y Euskadi. La sociedad por lo general estaba demasiado agitada, cuando en 1966 las Comisiones (origen de CCOO) decidieron salir a la luz. Sólo duraron un año antes de que el Tribunal Supremo las declarara ilegales, cosa que abrió una oleada de represión que tan sólo sirvió para crear más inestabilidad social.
Con estos asuntos bregaba el Régimen de Franco, cuando los coqueteos de Don Juan con la izquierda –pese a todos los esfuerzos que hizo, con cartas que pretendían apagar incendios— llevaron a Franco a exclamar: “Don Juan ya no sirve”. La única baza segura era Juan Carlos. El desenlace se produjo antes de la designación oficial como sucesor, aunque el conde de Barcelona no se quisiera dar por enterado. La cosa había quedado lo suficientemente clara cuando, a finales de 1965, la Agencia EFE difundió unas declaraciones del entonces ministro de Información, Manuel Fraga Iribarne, al prestigioso Times, en las que aseguraba que, si algún día la monarquía volvía a España, sería con Juan Carlos. La noticia pilló a Don Juan en Suiza, donde pasaba unos días con su madre, y su irritación recorrió todas las fronteras hasta llegar a Estoril, donde todo su equipo, entonces constituido por 62 consejeros, se sintió solidariamente molesto. La primera cosa que hicieron fue exigir una nota de repulsa y una reacción por parte del príncipe que, naturalmente, no consiguieron. Juan Carlos se limitó a visitar a Franco para explicarle que Fraga le había puesto en un compromiso, debido al cual resultaba difícil poder mantener su papel de buen hijo. El Caudillo no le hizo demasiado caso: “Pero ¿por qué tanta preocupación? Si eso lo ha dicho un ministro…” En realidad los dos eran perfectamente conscientes de que Fraga no improvisaba, sino que estaba muy bien orientado.
“Tu hijo te quiere arrebatar el trono”, le dijeron las personas más próximas a Don Juan. Y para compensar su consternación, el consejo privado propuso celebrar un acto público de lealtad al conde, con un documento firmado por todos los consejeros y encabezado por Juan Carlos. A esto sí que se avino el príncipe, en principio. Se fijó como fecha el 5 de marzo de 1966. Para asegurarse que Juan Carlos asistiría, que era lo que verdaderamente tenía relevancia del acontecimiento, Pemán y el duque de Alba lo visitaron en La Zarzuela el viernes 4. No había duda. El príncipe incluso les enseñó el billete de avión. Pero al día siguiente, cuando todo estaba ya preparado para la comida en el Hotel Palace, hacia las 12 de la mañana sonó el teléfono en Villa Giralda. Era Juan Carlos, que en el último momento alegaba molestias en el vientre para excusar su presencia. En aquel momento había varios consejeros, que pudieron seguir perfectamente la conversación entre padre e hijo desde el salón, merced al elevado tono de voz con que Don Juan, en el despacho y con la puerta abierta, le respondió: “No tienes ningún derecho a ponerte enfermo. Y menos hoy… El día que me casé con 59 tu madre yo también estaba hecho una mierda y aguanté hasta el discurso de Pemán sin desmayarme. Tuve que joderme y por la noche cumplir, a pesar de todo, con tu madre”.
Fue un discurso memorable que todas las personas presentes, entre las cuales estaba el mismo Pemán, recodaron durante años. Don Juan no se creyó nunca que la cagalera de su hijo fuera real; y eso que nunca supo que aquel mismo día había tenido la osadía de visitar a Franco acompañado de la princesa para decirle que no le gustaba asistir a aquella reunión política, aunque su padre tenía un interés especial, episodio que el dictador explicó algunos días después a uno de sus colaboradores más fieles, Pacón. Tampoco supo que al cabo de pocos meses el príncipe asistió a una reunión con políticos reformistas en casa de Joaquín Garrigues Walker (la ventanilla a los Estados Unidos), para presentarse como alternativa a la incompatibilidad entre su padre y Franco. Dominando su ira, sin dar más explicaciones, Don Juan y sus consejeros decidieron continuar como si nada el acto que tenían previsto, haciendo de tripas corazón, sobre todo Pemán, que pronunció, pese a todo, un florido discurso. Llegada la noche, de manera reservada, el conde de Barcelona se reunió en Villa Giralda para cenar con un grupo de consejeros, el mismo Pemán, Yanguas, Sainz Rodríguez, Gamero, Andes, Martínez Almeida, Fanjul y Ansón. Y tras tomar el café en el salón, les anunció solemnemente: “El príncipe ha salido hoy de mi autoridad. La unidad de la Dinastía, queridos míos, está rota”. Sainz Rodríguez, que ya nadaba entre dos aguas (y con anterioridad había escrito una carta a Franco en que le pedía volver a Madrid con el objetivo de colaborar en el nombramiento del príncipe como sucesor), le explicó a Don Juan que aquello era una cosa que todos, menos él, habían visto venir desde la entrevista del Azor. “Don Juanito tiene que jugar su papel en España y lo que ha hecho hoy era inevitable”. También le dijo que él veía muy claramente que la única oportunidad que el conde de Barcelona tenía de ser rey de España desde 1946 era que Franco se muriera, en un accidente o en un atentado. Y Don Juan se quedó de una manera muy especial con aquella parte del discurso, que resonó en su cabeza un año después, cuando tuvo noticias de que el Generalísimo acababa de sufrir una lipotimia mientras cazaba en Cazorla.