PATRICIA SVERLO.
Tras el comunicado oficial sobre la entrevista en Las Cabezas, Don Juan se volvió a enfadar momentáneamente y amenazó con la Universidad de Lovaina. Pero sólo fue un golpe de efecto y Juan Carlos se trasladó a la Casita de Arriba de E1 Escorial según lo acordado. Era un palacete que Franco se había hecho construir por si le hacía falta refugiarse durante la Segunda Guerra Mundial. Tenía un salón, un comedor, tres dormitorios y un despacho. Eso era todo, pero contaba con una red de comunicaciones ultramodernas y estaba construida a prueba de bombas.
Torcuato Fernández Miranda era el más asiduo visitante. Iba a la Casita todos las mañanas para darle clases de Derecho Político. Se sentaba delante de Juan Carlos sin papeles, sin notas, y le hablaba durante horas. “¿No me vas a traer libros?”, le preguntaba el príncipe. “Vuestra Alteza no los necesita”, le explicó Fernández Miranda. Y entre ellos fue naciendo una gran amistad. También fue una calurosa etapa con respecto a las relaciones entre Franco y el príncipe. Se veían con asiduidad, sólo para hablar, y Franco le miraba con ternura y le contaba batallitas de África.
Pero fuera de la Casita del Escorial, el mundo seguía girando. Juan Carlos lo comprobó un poco más tarde, cuando tuvo que representar el papel de estudiante en la Complutense. Desde finales de los años cincuenta las luchas estudiantiles se habían recrudecido en las universidades, que muchas veces eran focos de grandes agitaciones. Y el príncipe fue acogido como era de esperar. Cuando el 19 de octubre de 1960 entró por primera vez en el vestíbulo de la Facultad de Derecho, lo recibieron con gritos ensordecedores de “¡Fuera el principe Sissí! , ¡Abajo el príncipe tonto! , ¡No queremos reyes idiotas!” En este contexto, no se trataba tan sólo de grupos de falangistas y carlistas. Juan Carlos tuvo que irse por donde había venido, y volvió a su Casita del Escorial. Durante varios días, en lugar de disminuir, la tensión fue creciendo. Encontrar una solución al problema no era sencillo.
Entonces se recurrió a las JUME (Juventudes Monárquicas Españolas). Su líder, Luis María Ansón, consiguió negociar con la Falange Universitaria que presidía Alberto Martínez Lacaci. E incluso, dice Ansón, con la ASU (Asociación Socialista Universitaria), y con la célula comunista clandestina, aunque con estos “negociaban” directamente los grises de Franco a base de estacazos y detenciones. Fuera como fuese, las JUME alcanzaron un acuerdo con los falangistas, unos cuantos meses después, para que dejaran asistir al príncipe a clase como un estudiante más. Y con los más reticentes, sobre todo un grupo minoritario de carlistas irreductibles, se probaron otras técnicas: el 31 de octubre los jóvenes monárquicos desplegaron todos sus efectivos en la Universidad y rodearon a los alborotadores. Al final, consiguieron que Juan Carlos entrara en la Facultad sin gritos ni alborotos. De todos modos, los 39 estudiantes de la oposición de izquierdas (entre cuyas filas — hace ya tantos años– estaban gente como Nicolás Sartorius y Pilar Miró) continuaron saliendo del aula en el momento en que entraba Juan Carlos, en señal de protesta.
Pero las protestas en la Ciudad Universitaria, con grises o con monárquicos actuando como fuerzas del orden público, no eran la única fuente de preocupación para los franquistas en aquellos años, por mucho que Juan Carlos no se enterase prácticamente de nada. También se habían puesto en marcha proyectos nacionalistas renovados en Cataluña y el País Vasco, que desafiaban directamente la tradición centralista secular del franquismo. Y, lo más importante en cuanto a los conflictos sociales, las luchas obreras, en febrero de 1961, celebraron por primera vez desde 1939 una huelga prolongada en la cuenca minera de Asturias, de proporciones masivas y reprimida duramente por el Gobierno, del cual era entonces ministro Manuel Fraga.
Todo aquello preocupaba mucho a Washington. España continuaba siendo una de las dictaduras protegidas por los Estados Unidos (junto con la de Salazar en Portugal, Trujillo en la República Dominicana, Somoza en Nicaragua, Chiang Kai-shek en Taiwan y “potencialmente” en Vietnam).
Pero en lugar de plantearse una “intervención paramilitar indirecta”, cosa que de hecho le pasó por la cabeza en estos años agitados, la CIA empezó a pensar, para este rincón del planeta, en una pequeña apertura democratizadora calculada. Por aquí iban precisamente los tiros de los tecnócratas del Opus y de esto trataban los miembros del Gobierno franquista con los representantes del centro de inteligencia norteamericano en sus reuniones en Madrid, tras las cuales le transmitieron a Franco el interés de la institución yanqui por conseguir que nuestro Estado tolerara primero, y después legalizara, al menos dos partidos: uno socialdemócrata y otro demócrata-cristiano. El hecho de que uno fuera demócrata y el otro republicano, a imitación del modelo yanqui, tampoco era el caso, puesto que se trataba de mantener el control sobre el poder. La CIA creía que con estas actividades cumplía el deber de prever el futuro, porque si no era así, tras el Régimen débil vendría el caos y después de éste el comunismo.