PATRICIA SVERLO.

A medida que Juan Carlos, desde que estrenó la mayoría de edad, iba escalando posiciones en la carrera hacia el trono, Don Juan iba perdiendo terreno hasta quedar prácticamente sin espacio. La opción juanista cada vez estaba más difusa y desdibujada. Mientras tanto, su hijo se consolidaba como el representante de la amenaza franquista, y se convertía en un enemigo dentro de la propia casa Borbón. Los vanos intentos de Don Juan para aproximarse a la oposición no acababan de dar el fruto esperado. A menudo, cuando Juan Carlos iba de permiso a Estoril y hablaban de tal y cual asunto, su padre se irritaba: “¡Demonios! ¡Me hablas desde el punto de vista de Franco!”. Y ya no se trataba tan sólo de una guerra de familias entre los diversos sectores franquistas; ahora se trataba también de la propia familia, el hogar de los últimos Borbones.

Don Juan no se rindió nunca ante los avances de su hijo. Uno de sus sucesivos giros políticos a la desesperada tuvo lugar en Estoril el 20 de diciembre de 1957. Sucedió cuando intentó recuperar terreno adhiriéndose a la Comunión Tradicionalista de los Carlistas, en un emotivo acto en que aceptó los principios generales con objeto de ganarse el apoyo de sus hombres. Según la legitimidad de origen carlista, los derechos de la Corona recaerían en él, siempre y cuando supiera ganárselos moviéndose hacia la derecha. Un año más tarde, en 1958, en Lourdes, rodeado de unos dos mil carlistas, reafirmó su postura poniéndose la boina roja, símbolo de los requetés. Fue un intento inútil, y poco más tarde volvió a flirtear con la oposición liberal.

En 1958, padre e hijo llevaron a cabo una especie de competición navegadora alrededor del mundo, que resultó ser un fiel reflejo de la que tenían en el ámbito político. Juan Carlos había embarcado en la bahía de Cádiz el 10 de enero como guardia marino del barco escuela Juan Sebastián Elcano. Y Don Juan había salido el 18 de marzo con el Saltillo (el velero del que disfrutaba en Estoril), desde Cascais, para emprender con unos amigos la aventura de atravesar el Atlántico a vela. La coincidencia no tuvo mayor importancia, hasta que en medio de la travesía Don Juan recibió un cablegrama de José María de Areilza, embajador de España en los Estados Unidos. Le explicaba que su hijo había sido invitado a una recepción en Washington en honor del Juan Sebastián Elcano, y como Areilza era muy juanista, también le había invitado a él, para que no fuera menos. Don Juan, que no aceptaba nunca las invitaciones de las embajadas españolas porque no confraternizaba con el Régimen, esta vez dijo que sí sin dudarlo. Además se alojaría, como su hijo, en la residencia del embajador. A partir de este momento, la travesía se convirtió en una auténtica carrera para ver quién llegaba primero. El conde de Barcelona aceleró el viaje haciendo cambios en el itinerario previsto. Al enterarse de que Juan Carlos ya había llegado a la base naval de Norfolk, renunció a visitar Florida y se embarcó en un guardacostas de la Marina norteamericana, que le recogió en alta mar y le dejó en la base aérea de Port Macon, para que un avión militar le trasladara a la mayor brevedad posible a Washington. Llegó justo a tiempo para no dejar a su hijo solo del 8 al 12 de mayo, y el 12 fueron juntos a Nueva York para asistir a una cena en el Spanish Institute, que presidieron con Areilza. Juan se engalanó con el Toisón de Oro y la Cruz de Santiago, que casualmente había puesto en la maleta, y, como si fuera el auténtico protagonista y no un añadido de última hora metido con calzador por Areilza, agradeció a las autoridades las atenciones hacia su hijo.

 

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