PATRICIA SVERLO.
Torcuato Fernández Miranda actuó desde el comienzo como el ideólogo de la operación, por decirlo de alguna manera. Igual que Carrero Blanco, no pertenecía al Opus pero estaba próximo a éste. Sus planes preveían la necesidad de llevar a cabo ciertas reformas de apertura para romper el aislamiento de España y la autarquía, pero siempre “dentro de un orden” y desde la coherencia total con el Régimen. Más tarde, a la verdadera historia se añadió una infinidad de pretensiones, matices, justificaciones… y, en estudios recientes, se ha intentado presentar aquellos planes como algo que nunca existió, como si aquel grupo de poder, que sólo pretendía consolidarse a sí mismo, hubiera tenido en mente una reforma democrática. En realidad, para Fernández Miranda la sucesión en la persona de Juan Carlos representaba la garantía constitucional de la continuidad, sobre la que escribiría en múltiples ocasiones. En el año 1966 todavía escribía en el diario Arriba que el futuro rey “tiene que ser de estirpe real. Pero, además, tiene que ser encarnación de la legitimidad histórico-nacional que el Estado español, surgido del 18 de julio, encarna”. Más que claro, lo tenía clarísimo: “Las leyes fundamentales del Estado español”, escribió, “exigen un Rey comprometido con la continuidad histórica de la legitimidad nacional surgida del 18 de julio, como fecha irreversible”.
¿Cómo vivía Juan Carlos todo esto? Pues a bastante distancia, e incluso inadvertido, se dedicaba a otras cosas. Todo el mundo le trataba como a un niño y, esencialmente, se comportaba como tal, poco consciente de lo que pasaba a su alrededor hasta límites insospechados. En aquella época estaba en la Academia de Zaragoza, y los viernes y sábados se lo llevaba a dormir al Gran Hotel para que se relajara y la vida militar no se le hiciera tan dura. En mayo o junio conoció a Antonio García Trevijano (más popular como Trevijano, a secas), que ejercía de notario de Albarracín y frecuentaba el mismo hotel los fines de semana, muy posiblemente porque era el mejor de la ciudad y el que más visión de futuro le podía dar. Está claro que Juan Carlos no supo quién era hasta unos cuantos meses después. Con la misma candidez que había deslumbrado a aquellos señores tan serios y católicos, acostumbrados a planificar el futuro de la patria, Juan Carlos tomó a Trevijano por un potentado mexicano, sólo porque traía un sombrero de paja de ala ancha, hablaba con acento andaluz y lucía un gran bigote negro. Y ni sus tutores ni el avispado notario le sacaron de su error; ¿para qué?
Un día Juan Carlos se había quedado petrificado contemplando el coche de Trevijano, un espectacular descapotable Pegaso, primer premio mundial de elegancia en la exposición de París. Y sin pensárselo dos veces se acercó a Trevijano con interés y timidez al mismo tiempo. “¿Eres mejicano?”, “Sí, sí”, y entonces le preguntó si le llevaba a dar una vuelta, pero que antes tenía que pedir permiso. “¿Y cómo tienes que ir a pedir permiso, tan alto como eres?”, le vaciló Trevijano, que estaba disimulando, como si no supiese quién era él. El príncipe Juan Carlos se acercó a un grupo de generales y volvió emocionado: “Que sí, que sí puedo ir. Me ha dicho el jefe que sí”. “Pues venga, sube”. Y el notario incluso le dejó conducir un rato. Al día siguiente, además, aceptó llevarlo de vuelta a la Academia, con lo cual satisfizo los deseos del príncipe de llegar en coche. Quería que sus compañeros le vieran y presumir un poco delante de ellos para rehacerse de todas las bromas respecto a su padre que tenía que aguantar. Más de una vez se había tenido que pelear, citándose por la noche en el picadero de la Academia, para ajustar cuentas con alguien a puñetazos. Y varias veces había salido de estos encuentros con un ojo a la funerala.
Desde su primero encuentro, Juan Carlos y Trevijano se hicieron inseparables para las escapadas febriles del sábado por la noche durante este curso y el siguiente. Trevijano le presentaba chicas un poco mayores que él, que eran las que le gustaban. Como Cuqui, la venezolana, y muchas otros, con las que iban a bailar o a merendar, siempre con el Pegaso. Juan Carlos iniciaba entonces su azarosa vida sexual, con miles de aventuras que también tuvieron como escenario el Estoril de los reyes exiliados. Precisamente aquel año empezó sus relaciones con la condesa Olghina Robiland, que, siguiendo la pauta habitual, era unos cuantos años mayor que él, y a quien escribía numerosas cartas con citas de letras de rancheras, que unos años más tarde ella vendió a la prensa.
Con Trevijano, Juan Carlos pasó varios meses en la luna, sin saber realmente quién era su correligionario de juergas, hasta que Don Juan, en unas vacaciones en Estoril, le interrumpió un discurso entusiasta sobre su amigo “el mexicano”: “¡¿Pero no ves que te está tomando el pelo, hombre, que ése es Trevijano, y es de aquí?!” Naturalmente, también le tuvo que explicar quién era el tal Trevijano (no era fácil sacarlo de un error tan ridículo), un personaje conocido ya en aquella época, metido en toda clase de intrigas políticas, aparte de ser amigo personal del propio Don Juan. El descubrimiento, con todo, no rompió su amistad con el notario. Como estaba tan metido en política y su padre se lo había descrito como alguien muy inteligente, Juan Carlos aprovechó para preguntarle, a ver si lo sabía: “¿Y tú me puedes decir qué va a pasar? ¿Quién va a ser rey, mi padre o yo?”.
Trevijano le dijo que él después que su padre, pero la respuesta no le debió convencer demasiado. Lo poco que percibía de lo que se cocía a su alrededor con los del Opus había logrado que estuviera inquieto, nervioso e impaciente. “Pero yo… no sé. Como rey ¿qué voy a hacer?”, le preguntaba. Y Trevijano, medio en broma medio en serio, un día le contestó: “Pues lo primero, me vas a tener que meter a mí en la cárcel”. Juan Carlos se rió mucho con la salida, pero Trevijano acertó. El primer Gobierno del rey Juan Carlos, con Fraga como ministro de la Gobernación, le metió en la cárcel el mes de marzo de 1976.