Amigo lector, discúlpame, tengo algo que rogarte. Déjame, amigo, que hable primero por mí, pero contigo. Antes de continuar, antes de empezar, quiero que sepas, seas quien seas, que sólo deseo que quien eres seas, porque, como ya sabrás, en tu seguir siendo se va mi vida, como deseo que la tuya se vaya con el mío. Ese anhelo es el que a mi ánima anima y, a su débil amor, no le hiere. Sin ese motivo de personal alegría, ni una sola de estas letras escribiría. Escribo, como si en ello la vida me fuera, utilizando el corazón como fuente inteligente y depósito de propósitos; y empleando la razón para filtrar sus excesos y sus lozanías, porque si por su voluntad fuera, en este mundo descorazonado todos sus atrevimientos acometería, tal es su ansia de amor y su ambición de alegría. “Aquí mando yo”, dice la razón, “porque sin mi SÍ y sin mi NO, hijo mío, en este mundo te extravías; porque para ti, que eres de amor, pensamiento y lenguaje, todo es inocente poesía; ¿crees vivir en las eternidades?, vale, pero aquí mando yo, que soy más vieja en las edades”.
El espíritu le responde “no te creas mi madre, madre mía, ¿de qué valdrías tú sin mi imaginación, mi intuición, mi intelección, mi comprensión, mi verídica afirmación, mi luz, mi atrevimiento y mi iniciativa? ¿De qué valdrías tú, que mi madre te crees, madre mía, sin mi osado amor y su valentía; sin mi promesa y sin mi perdón? Ocúpate, creyente madre mía, de todos tus hijos y de cada uno de tus sumarios juicios supervivientes. Entretanto, deja que te ame a ti y dame más amigos, déjame amar y no me saques, con tu juicio, de mi quicio; recuerda, si tan vieja eres, que tus supervivientes juicios acaban siendo mis prejuicios y éstos, para mí, terminan siendo malos vicios. No te adelantes si eres mi madre, entre desgarradoras lágrimas te lo digo: vade retro, madre mía”. Y continúa, incansable, el espíritu: “sabes que soy capaz, madre mía, de amar a mis amigos y, por eso, lo mismo hacer con mis enemigos, ¿quién soy yo para discriminar?, considero crimen criminalizar: unos me dicen lo que soy y otros me quieren decir lo que podría haber sido; unos, cuando tú niegas, afirman el SÍ y otros, cuando tú afirmas, confirman el NO. Sólo te pido, juiciosa y ciega madre mía, que no desmientas mis verdades y que escarmientes mis mentiras, pero déjame libremente descubrir tus potenciales armonías”.
Quiero pedirte, lector, amigo, que me creas si te digo que no considero posible comprender la Libertad, sin adjetivos, si previamente no distingo, sin separarlos ni violentarlos, el Reino de la Materia (de «mater»= Madre) del Reino del Espíritu. Es desde este último Reino, en la multidimensional y hercúlea esfera del querer ser, desde donde se puede vislumbrar, como bien hizo Santayana, la Libertad. Libertad como esencia y como esencial (Libertad en estado puro; Libertad vista y sentida desde un centro espiritual, como es cada centro personal). Y si quitándole adjetivos no se entiende sin aquella distinción, es la Libertad misma quien se niega a explicarse en nuestra mente con los adjetivos «política» o «constituyente».
Como, a toda costa, importa sortear toda clase de precipicios, de acantilados y de religiosos prejuicios (que a todos nos atrapan porque todo lo religan), hago uso, a continuación, de unas frases de nuestro compatriota el ateo Jorge Ruiz de Santayana. De quien, entre Bertrand Russell o Robert Lowell, dos de sus muchos amigos, uno dijo: “Santayana cree que Dios no existe, pero cree que María es su madre”.(1) Estas poéticas y certeras descripciones, conversando sinceramente consigo mismo, escribió de la «Psique» (sistema material informador de la persona material, encabezado por la razón en la consciencia y por el sistema neurovegetativo en la inconsciencia) y del Espíritu (al que llama aquí intuición y pensamiento). El Espíritu, para Santayana, emana de la Psique y, al morir ésta, perece aquél. Que se explique Santayana(2):
“Mucho antes de que salga el sol, [la Psique] está trabajando en su cocina subterránea con las ollas de verdura cocida, con el telar y los husos; y en la primera aurora, cuando el primer rayo de intuición entra por alguna apertura de sus oscuros espacios, ¿qué ilumina? ¿La fuente secreta de su vida? ¿Los objetivos que ella persigue tan fiel aunque tan ciegamente? Lejos de ello. La intuición, torrentes de intuición, se han estado derramando continuamente sobre la vida humana durante siglos: poetas, pintores, hombres de oración, innumerables naturalistas escrupulosos han quedado absortos en sus diversas visiones; pero, del origen o del fin de la vida, se sabe tan poco como siempre. Y la razón es ésta: que la intuición no es un órgano material de la Psique, como una mano o una antena; es un hijo milagroso, mucho más vivo que ella misma, cuyo único instinto es jugar, reír y meditar largamente. Este extraño hijo -¿quién habrá sido el padre?- es poeta; completamente inútil e incomprensible para su pobre madre, sólo una nueva carga a sus espaldas, porque ella no puede evitar alimentarlo y quererlo. […]”
En el siguiente o siguientes capítulos de este artículo, el amigo Santayana se seguirá explicando y, nosotros, comenzaremos a conversar con él.
(1)Cita recogida por José Beltrán Llavador en la Introducción a la obra: SANTAYANA, George. “La vida de la razón o fases del progreso humano”. Editorial Tecnos (Grupo ANAYA, S.A.). 2005.
(2)SANTAYANA, George. “Soliloquios en Inglaterra y Soliloquios Posteriores”. 49-La Psique. Editorial Trotta, S.A. 2009. (Edición original: 1922).