Con una policía judicial dependiente y a las órdenes de la justicia, el espectáculo veraniego de Puigdemont habría sido imposible. Sin auténtica policía judicial, la actuación judicial contra los delitos de la clase política o de quienes están en la órbita de sus intereses está condenada al fracaso.

Nadie en su sano juicio puede considerar siquiera la posibilidad de que los mandos policiales nombrados por el Ministerio del Interior o por los ejecutivos autonómicos, y adscritos sólo formalmente a las mal llamadas unidades de policía judicial, actúen contra los intereses de sus superiores jerárquicos o en contra de quienes designan a éstos.

Sin auténtica policía judicial, la actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad será mero instrumento del gobernante o, en el peor de los casos, herramienta para la brutalidad arbitraria. Para que el control judicial de la actividad criminal del poder político sea real, es imprescindible una auténtica policía judicial dependiente tan sólo de jueces y magistrados para el desarrollo de sus funciones, sostenida con el presupuesto de un órgano de gobierno de la justicia independiente del poder político tanto económica, como organizativa y funcionalmente.

La falta de independencia judicial llega a distinguir nominalmente por su adscripción formal la función policial de prevención, represión y persecución del delito, que debe corresponder al poder ejecutivo, de la de su investigación y auxilio judicial depuradora de responsabilidades. Esta última, necesita de funcionarios estatales que con estricta y única dependencia orgánica de la justicia actúen a su exclusiva disposición.

Así, resultaría impensable la excusa de ineficacia o error, tras la que se ocultan razones coyunturales de política criminal o común, que por criterios ajenos a la legalidad aconsejan mirar a otro lado, o aún peor, convertir al policía en cómplice del delincuente.

No es de ahora, hablemos del mismo cuerpo autonómico. Corría el año 2012 cuando el entonces ministro de Justicia, don Alberto Ruiz Gallardón, se pavoneaba de que el indulto a unos mossos torturadores era resultado lógico de esa prerrogativa gubernamental de perdonar el delito.  

Antes, a finales de 2008, el departamento de Interior de la Generalidad de Cataluña renovaba el apoyo jurídico a los cinco mossos d’esquadra que fueron condenados por torturas y lesiones a un detenido, para que recurrieran la sentencia que les condenaba. El muy progresista Joan Saura (Iniciativa per Catalunya-Verds), indicó que la consejería que dirigía mantendría el asesoramiento jurídico y pagaría la defensa de los mossos condenados, cuyas penas en algunos casos alcanzaban los seis años de prisión por su brutal actuación. Tras el agotamiento de los recursos, las condenas alcanzaron firmeza en distinto grado de culpabilidad respecto de los cinco agentes. Según la resolución judicial, torturaron y maltrataron a un ciudadano rumano al que detuvieron por error en el año 2006, y a quien llegaron a introducir una pistola en la boca para hacerle confesar.

Los caminos del consenso hacen extraños compañeros de cama, y Gallardón daba el espaldarazo a la iniquidad con el indulto a los condenados. Fin de la historia, y cierre del círculo de la iniquidad. Sin la existencia de una auténtica policía judicial garante del derecho público, el Estado de poderes inseparados se convierte en sindicato de la brutalidad, cuando no directamente en garantía de impunidad de los poderosos e instrumento de eficaz represión. 

Cuando los poderes del Estado y la nación no están separados no puede existir independencia judicial, y la creación y mantenimiento de nuevos cuerpos policiales no será sino simple especialización en la forma represiva, ya que la efectiva separación de poderes exige la dependencia exclusiva y directa de cada cuerpo policial de aquel poder o facultad del que depende.

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