PATRICIA SVERLO.

Una de las claves para poder entender el 23-F se encuentra en el análisis de los “móviles” del crimen contra el pueblo. La conflagración de 1981 pretendía solucionar varios conflictos. El primer móvil era defender la unidad de la patria. Los militares involucionistas reaccionaban contra las acciones de ETA. Y esto, teniendo en cuenta que la actividad terrorista no tenía una intensidad particular los meses precedentes al 23-F, o que por lo menos no era superior a la de períodos anteriores. Más bien la novedad era la actitud de las fuerzas de seguridad: el 13 de febrero de 1981, por primera vez tras la muerte de Franco, un detenido político, Joseba Arregui, había sido torturado hasta la muerte por la Policía. De todos modos, la amenaza golpista era una cosa que siempre estaba presente desde el comienzo de la Transición. En 1978 los servicios de seguridad del Estado ya habían abortado la “Operación Galaxia“, llamada así porque los conjurados se reunían en una cafetería con este nombre, montada por el mismo teniente coronel Tejero y por el capitán Sáenz de Ynestrillas.

Otra de las motivaciones del golpe de Estado era el “malestar” de algunos mandos de las Fuerzas Armadas por la política de ascensos y castigos que el Gobierno Suárez había iniciado. A mediados de abril de 1979 había puesto a un hombre de su confianza, José Gabeiras, en el cargo de jefe del Estado Mayor del Ejército, en un ascenso irregular de general de división a teniente general, con lo cual se saltaba los candidatos lógicos por antigüedad, uno de los cuales era precisamente Jaime Milans del Bosch, uno de los conjurados del 23-F. Era el segundo agravio, porque Milans ya había sido trasladado, en octubre de 1977, de la División Acorazada Brunete de Madrid a la Capitanía de la III Región Militar, con sede en Valencia. El general Luis Torres Rojas, otro de los conjurados, también había sido desplazado recientemente, en La Coruña, en enero de 1980, cuando presidía la Brunete, cargo en que fue sustituido por el general José Justo Fernández, impuesto por Gutiérrez Mellado. Y Armada, el “brazo político” del golpe, había sido enviado a Lleida después de que Suárez, como se sabe, forzara su cese, en octubre de 1977, como secretario de la Casa Real. Todos se la tenían jurada.

Además de los militares, existían problemas con la oposición, incluso con algunos miembros del Gobierno de la UCD. Todos estaban hartos de Suárez y negociaron con el rey la mejor forma de hacer que se fuera. En abril de 1980, el monarca recibió en la Zarzuela a Felipe González y a Manuel Fraga, y en junio a Santiago Carrillo.

 

Fraga y Carrillo

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Todos coincidían en el hecho de que había una sensación creciente de desgobierno, una pérdida de confianza en las instituciones democráticas, una inminente crisis de Estado… hacían responsable a Suárez y abogaban ante el rey, como única solución al problema, por alguna clase de gobierno de coalición, en el que cada uno tendría su trozo del pastel.

Para acabar, es necesario señalar que los acontecimientos del 23-F coincidieron con el conflicto en torno a la entrada de España en la OTAN, una cuestión que no puede descartarse como una más que probable cuarta e importante motivación para la acción golpista. El empujón militar del 23-F podría haber tenido como objetivo forzar el ingreso con urgencia. Poco después de ganar las elecciones de 1980, el presidente norteamericano Ronald Reagan (según datos y documentos que el KGB hizo circular en aquella época) escribió una carta en la que instaba al rey Juan Carlos a “actuar con diligencia para eliminar los obstáculos que impiden el ingreso de España en la OTAN“, aludiendo a un misterioso grupo de “pacifistas del Opus Dei“. No se sabe quiénes podrían formar este misterioso grupo, ni hay certeza de que aquella carta no fuera una falsificación, como aseguró la Casa Real. Pero sí es cierto que a Adolfo Suárez se le reprochaba que diera largas al asunto durante cuatro años al frente del Gobierno. Suárez no lo veía claro y descuidaba la transición exterior, con lo que manifestaba un cierto anti-americanismo. Es difícil decir hasta qué punto la Corona se sentía presionada por los Estados Unidos, amenazada por las acciones de ETA, o convencida de la conveniencia del nuevo reparto de poder que proponían los grupos de la oposición parlamentaria.

Pero las circunstancias políticas en que se encontraba hicieron exclamar a la reina, mucho más “militarona” (sobre todo, por su experiencia griega de connivencia de la monarquía con una Junta Militar), la última vez que Armada fue a los Pirineos con los reyes, al despedirse: “¡Alfonso, sólo tú puedes salvarnos!” El plan, que atendía a los intereses de los Estados Unidos, consistía en dar “un golpe de timón”, pero sin salirse del marco constitucional. Si no se actuaba así, España no podría ingresar en la OTAN, formada presuntamente por países democráticos. Éste era un requisito sine qua non. Pero a alguien se le ocurrió que se podían unir las fuerzas de todos los “motivados”, en una acción que utilizara en su favor tanto los impulsos de los golpistas más clásicos como los de los representantes del poder establecido legalmente. El plan de actuación que acabaron decidiendo combinaba la acción de Tejero (fiel a su espíritu de la “Operación Galaxia”, de golpe puro y duro para “meter al país en cintura“), con la idea de un golpe suave, al estilo de De Gaulle (inicialmente respetuoso con la Constitución y disfrutando de toda la complicidad de los principales partidos políticos con los militares), propugnado por Armada. Y añadía un elemento que parecía estar inspirado en el golpe de los coroneles griegos de 1967, bien conocido por la reina, en el sentido de que los rebeldes contaran con el apoyo del rey. Como explicaron a Tejero, sin que lo acabara de entender del todo, dentro de España la crisis se arreglaría… a la española aun cuando, eso sí, los países de fuera querrían seguir viendo la Democracia y la Corona.

Rey 23F

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